Capitán Cáceres
Héctor de la Iglesia
El combate de Río Pueblo Viejo fue un enfrentamiento militar que ocurrió el 14 de febrero de 1975 entre el Ejército Argentino y el Ejército Revolucionario del Pueblo en Río Pueblo Viejo, Provincia de Tucumán, durante el Operativo Independencia. Fue el primer combate de la intervención militar en Tucumán.
El clarín reventó el aire; un tiro fantasma le hizo crujir la columna a Richter. Cincuenta años después, el metal seguía sonando en sus huesos; una campana rota dentro de su cuerpo.
Desde su silla de ruedas, contempló el desfile de Yerba Buena con la paciencia de quien aprendió que la memoria es más cruel que cualquier herida. Los soldados marchaban con el paso marcial que él recordaba de cuando sus piernas todavía le respondían. Cuando aún caminaban sin que cada paso fuera un recordatorio de aquel combate.
El estandarte apareció entonces, rompiendo el azul del cielo tucumano:
Capitán Héctor R. Cáceres - Caído en Acción, 14 de Febrero de 1975.
Las letras doradas fueron un recordatorio del bronce de las balas. Richter cerró los ojos y el presente se desplomó.
El olor a bronce pulido de las placas conmemorativas se transformó, con la alquimia perversa de la memoria, en el aroma dulzón de la pólvora quemada y el barro podrido de la selva.
—Maldonado, apagá ese pucho antes que nos vean desde Cuba —susurró el Capitán Cáceres, ajustándose el correaje del FAL con la precisión de quien hizo ese gesto miles de veces.
Aun así, se permitió un respiro de humanidad: sacó una foto doblada del bolsillo y la besó.
—Lo que daría por un vaso de vino y un rato de gritos de mis chicos —murmuró, casi para sí—. Este monte está lleno de silencio y sangre. Nada más.
El soldado Maldonado, dieciocho años recién cumplidos y una pelusa que pretendía ser bigote, tiró el cigarrillo al barro. Era su primera patrulla en zona roja, y todo le parecía demasiado verde, demasiado silencioso, demasiado vivo para estar tan lleno de muerte.
—¿Cuánto falta, mi Capitán? —preguntó, consultando el mapa plastificado que se le pegaba a la transpiración de los dedos.
Richter se rascó el cuello. Jejenes de mierda, pensó. Tres campañas y todavía nadie inventaba algo que nos proteja de esos bichos.
—Quince minutos hasta el punto de enlace —respondió Cáceres, pero sus ojos ya no seguían el sendero marcado en el mapa. Algo había cambiado en el aire. El monte se había callado, hasta los mosquitos habían dejado de zumbar.
El Teniente Richter cargaba la radio mochila PRC-10 que llevaba dos horas escupiéndoles estática. A los veintiocho años, con tres campañas encima, tenía un callo donde otros tienen miedo. Sabía que cuando la selva se quedaba demasiado quieta, era porque algo estaba por romper.
—Mi Capitán —susurró—, esto huele raro.
Cáceres levantó la mano. La patrulla se congeló entre las sombras verdes. Ocho hombres convertidos en estatuas de barro y metal, conteniendo la respiración mientras la selva los observaba con sus mil ojos invisibles.
El silencio se espesó hasta parecer materia, olía a sangre vieja y pegajosa.
—¿Qué es eso? —murmuró Maldonado, señalando una rama quebrada a unos tres metros de distancia.
Antes de que nadie pudiera responder, el mundo explotó.
Un estruendo desgarró el aire. Richter sintió la mordedura del plomo/perdigones en la columna y se desplomó contra un tronco, escupiendo sangre con sabor a metal oxidado.
—¡Contacto! ¡Contacto! —gritó Cáceres, vaciando el cargador del FAL hacia las sombras hambrientas que serpenteaban entre los árboles.
El FMK-3 de Maldonado comenzó a tartamudear con una letanía mortal: ta-ta-ta-ta-ta. Los casquillos saltaban ardientes; tintineando contra las piedras y muriendo en el barro mientras el mundo se llenaba de humo acre y gritos que ya no eran de hombres.
—¡Fuego a la izquierda! —gritó alguien.
—¡No, boludo, somos nosotros! —corrigió otro.
Demasiado tarde: una ráfaga arrancó hojas y confianza al mismo tiempo. Así sonaba el desorden cuando la muerte dictaba la coreografía.
Esos hijos de puta habían elegido el terreno con la paciencia de una araña: un pasillo natural donde los ecos se multiplicaban hasta que resultaba imposible saber de dónde venían los tiros. Richter, tirado boca abajo con gusto a sangre en la boca, vio las botas enemigas demasiado cerca y comprendió que iban a morir todos. Así que era esto. Ser abatido entre el barro por un pelotón de hijos de puta, barbudos que quieren plantar la bandera roja en la patria.
—Maldonado, meté balas que nos morfan vivos —rugió Cáceres, cambiando el cargador con movimientos automáticos mientras calculaba distancias y ángulos de muerte.
Pero era tarde. Los terroristas los habían rodeado con la elegancia letal de quien conoce cada puta raíz bajo el barro. La radio seguía escupiendo estática, sorda a sus gritos de auxilio. El código "Benteveo" para pedir evacuación médica se perdía en el aire como una oración sin Dios.
Richter intentó incorporarse y volvió a caer.
La sangre ahora era miel roja: caliente, pegajosa, lenta. Le empapaba la existencia. A través de la niebla del dolor, vio a Cáceres con la misma expresión que recordaba de la instrucción: la cara de una decisión irrevocable.
—No, mi Capitán —murmuró—. No haga ninguna estupidez.
Pero Cáceres ya corría hacia él, cargando como un toro herido contra la línea de fuego enemiga.
Las balas parecían abejas enloquecidas silbando a su alrededor. Una le arrancó la cartuchera, otra le rebotó en el casco. Pero siguió corriendo, saltando sobre troncos caídos y esquivando proyectiles con la gracia desesperada de quien sabe que cada paso puede ser el último.
—¡No te me mueras, carajo! —gritó, agarrando a Richter por el correaje y comenzando a arrastrarlo hacia la cobertura de unas rocas.
Entonces una ráfaga le bordó en el pecho una escarapela escarlata enorme.
Cáceres se tambaleó pero no paró. Cada jadeo era un burbujeo de sangre que le nacía del pecho. Siguió arrastrando a Richter, dejando un rastro rojo y húmedo sobre las hojas podridas.
—Cincuenta metros —dijo, rezando sin darse cuenta—. Cincuenta metros… cincuenta metros nomás.
Richter intentó decirle que lo soltara, que salvara su propia vida, pero ya no podía hablar. El mundo se había reducido al sabor metálico de su propia sangre y a la imagen de su capitán, una visión que lo paralizaba más que el propio dolor. Su capitán se desangraba por él con la obstinación de un santo.
A los treinta metros, Cáceres se desplomó. Sus manos soltaron a Richter y las llevó al pecho, donde la sangre brotaba entre los dedos, inagotable, obscena.
—Capitán... —susurró Richter.
La mirada de Cáceres lo encontró, vaciándose lentamente de vida.
—Teniente, usted... —Escupió sangre y siguió—. Vos seguís vivo. Eso... eso es lo que importa.
Murió sonriendo, ajeno al dolor, en paz con su destino.
Richter no olvidaría esa expresión. Esa sonrisa pesaba más que cualquier medalla.
Fue Maldonado quien terminó de sacarlo del área de muerte. El muchacho había flanqueado a los terroristas por la izquierda, aprovechando que estaban concentrados en el capitán caído. Los proyectiles de su FMK-3 los obligaron a replegarse justo cuando llegaba el refuerzo, anunciado por el rugido lejano de un ángel: un Pucará, cortando el cielo con alas de acero sobre el infierno de abajo.
Los aplausos del público trajeron a Richter de vuelta al presente. La banda militar tocaba el Himno con la solemnidad que solo conocen las ceremonias donde los muertos son más importantes que los vivos.
—¿Está bien, Teniente? —preguntó Maldonado, ahora canoso y con las manos marcadas por medio siglo de trabajo honrado.
Maldonado había llegado a Sargento Mayor antes de retirarse, pero seguía llamándolo Teniente como en aquellos días cuando la muerte podía ser rápida y venir del monte, y no esta lenta certidumbre al final del único pasillo que queda (de la vejez).
Richter asintió sin sacar los ojos del estandarte. La multitud empezaba a dispersarse. Familias enteras con chicos que corrían entre las piernas de los adultos. Maldonado se posicionó detrás de la silla de ruedas para empezar a empujar. Al pasar cerca del palco oficial, vieron a un concejal de traje impecable hablando animadamente con un periodista.
—Miralo a ese, Maldonado —dijo Richter con un hilo de voz, apenas un murmullo cargado de desprecio—. No sabe distinguir un FAL de una escoba, pero en quince minutos está en la televisión hablando de “nuestros héroes”. Cobardes.
Maldonado no respondió, solo apretó los mangos de la silla y siguió avanzando. Mientras se abrían paso entre la gente, Richter vio pasar a un grupo de adolescentes. Uno de ellos llevaba una remera del Che Guevara, completamente ajeno al significado del acto al que había asistido. Richter no dijo nada, solo siguió la figura con la mirada, y su expresión se endureció. Era la confirmación silenciosa de que su guerra no había terminado en el monte.
—¿Sabe qué es lo que más me jode, Maldonado? —murmuró Richter un minuto después, mientras el otro empujaba su silla hacia la salida. La pregunta ahora flotaba cargada por lo que acababan de ver—. Que ellos nunca van a entender. Ven la placa, leen el nombre, aplauden un rato y se van a sus casas. Pero no saben lo que es cargar con un hombre herido bajo el fuego. No saben lo que pesa un muerto en la conciencia.
Maldonado frenó un momento. Sus manos arrugadas apretaron los mangos de la silla.
—Puede ser, mi Teniente. Pero nosotros sí sabemos. Y mientras estemos vivos para recordar, el Capitán no se queda solo allá en el monte.
Richter levantó la mano firme en un último saludo militar. A lo lejos, como un eco que viajara a través del tiempo, creyó escuchar otra vez el tartamudeo familiar de los FAL disparando entre los árboles.
Pero era solo el viento agitando las banderas.
La patria, pensó mientras se alejaban, a veces es solo un nombre grabado sobre mármol frío. Pero otras veces, las menos, es la decisión de un hombre de morir para que otro pueda seguir viviendo.
FIN