La planta madre se abre
y suelta al viento
a sus hijos indefensos,
con la fe obstinada
de quien no puede retener
lo que más ama.
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Semillas livianas
que llevan el abrigo justo
para empezar de nuevo
en cualquier lado.
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No hay tierra que prometa,
no hay maceta con garantías.
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Solo el aire y una fe ciega
de que algo va a agarrarse,
de que algo va a crecer.
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El clavel del aire no pregunta dónde,
se abandona al capricho del viento.
Se posa en un cable de luz,
o en un árbol viejo.
Le basta cualquier grieta:
la vuelve morada,
su tierra prometida.
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Donde puede
empieza todo de nuevo:
las hojas plateadas,
el centro que se inflama,
—rosa y urgente—,
y la promesa de que se puede vivir del aire
hasta florecer.
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La planta madre sabe algo
que los hijos olvidamos:
que lo liviano puede ser lo más fuerte,
y volar sin destino
a veces te lleva
exactamente donde tenés que estar.
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