No es necesario haber escrito una novela para comenzar a ser mejor escritor. De hecho, no es necesario haber escrito nada. El acto de leer —esa entrega silenciosa al texto ajeno— es ya una forma de escritura en potencia. Quien lee, aún sin proponérselo, ya está más cerca de escribir bien.
Ésta es la primera certeza: leer te convierte en mejor escritor.
Incluso —y sobre todo— cuando leés por puro entretenimiento.
Esa palabra, tantas veces despreciada, es en verdad la piedra angular de toda literatura. El entretenimiento no es el enemigo de la profundidad: es su vehículo.
Leer para entretenerse es leer con el cuerpo y con el alma. Y sólo el que fue ese tipo de lector, voraz y entregado, puede luego aspirar a ser leído de la misma manera.
Leé mucho. Leé de todo.
Leé sin método, como quien hurga en una biblioteca infinita donde cada estante es una promesa. Leé novelas malas y buenos cuentos, panfletos, diarios íntimos, libros antiguos y novedades que no valen la pena. Leé como un ladrón que busca un tesoro en casa ajena.
Porque eso hacés: robás recursos, tonos, estructuras.
Con el tiempo, ese saqueo amoroso te otorga un oído. Una intuición.
Y empieza a hablarte una voz interna —una suerte de conciencia estilística— que detecta cuándo una frase está mal armada, cuándo un diálogo no respira, cuándo una página no dice nada.
Esa voz nace de la lectura.
Y como todo lo vivo, se alimenta. Dale páginas.
El segundo principio no es menos elemental, y sin embargo suele ser más doloroso: escribí, incluso cuando sabés que lo que vas a escribir será malo.
Muchos anhelan escribir, pero casi nadie escribe.
Esperan el instante propicio, el silencio perfecto, la idea genial.
Como si la inspiración fuera una aparición sagrada que exige condiciones ideales.
La verdad es más simple —y más exigente—: escribí todos los días. Cinco minutos. Nada más.
Una disciplina absurda, sí. Pero profundamente eficaz.
Cinco minutos. El tiempo que tarda el agua en calentarse para el mate, o cinco videos de tik tok.
No para volcar broncas o hacer catarsis.
Sino para pensar en prosa.
Para escribir algo que se sostenga por sí mismo. Una frase, una escena, un fragmento. Aunque sea inútil. Aunque no llegue a nada.
Escribí un diario un diario. Pero un diario que intente ser literatura.
Escribí como quien ensaya un idioma secreto: el idioma que vos vas a inventar.
La constancia hace en el escritor lo que la erosión hace en la piedra: perfila, pule, forma.
Y un día, sin que lo hayas notado, el músculo empieza a responder. Las palabras llegan con menos resistencia; y las imágenes no se te escapan.
Y la rutina, que antes parecía una carga, se vuelve un refugio.
Dos cosas. Nada más que dos.
Leer como si fuera aire.
Escribir aunque no tengas nada para decir.
Con eso solo, dejás de ser un espectador.
No esperás que la literatura te acepte.
La forzás a que te haga un lugar.
Y sí: quizás pases de ser un pésimo escritor a uno mediocre.
Pero la mediocridad, cuando fue conq
uistada, no es un fracaso.
Es un comienzo.