La noche cordobesa se derramaba espesa sobre la Avenida Vélez Sarsfield. Ricardo, al volante de su taxi, sentía el asfalto vibrar bajo las ruedas con la parsimonia de una bestia adormecida. Eran las dos de la mañana y la calle ofrecía el panorama desolador de finales de fiesta que nunca empezaron. El humo de su cigarrillo dibujaba espirales contra el parabrisas, pequeños fantasmas que se desvanecían tan rápido como la esperanza de un viaje que valiera la pena. El brillo de unas lentejuelas lo sacó de su letargo.
Ella levantó la mano llamándolo. Recortada contra el brillo mortecino de un farol, una rubia despampanante esperaba. Su escote era un espejismo, una Venus con minifalda dorada y medias de red, extraviada, bajo la luna cordobesa. Cuando Ricardo acercó el Golcito del 2009, ella abrió la puerta y entró. La luz interior reveló un detalle: una lágrima solitaria y oscura. Una perla negra bajaba por su cara con el tedio de quien conoce el peso exacto del dolor. La envolvía un perfume denso, dulzón, que convirtió el taxi en una jaula tibia y pegajosa.
—A Chacabuco y San Jerónimo, por favor —dijo ella, y su voz, aunque quebrada, tenía un timbre seductor, un instrumento afinado para la persuasión y el lamento.
—Me llamo Norma —dijo mientras el taxi dejaba atrás al Patio Olmos.
Revolvió su cartera y sacó un porro. Ricardo se apuró a darle fuego con la mano temblorosa; el anillo, agarrado al dedo como una antigua promesa, le dolía más que el motivo por el que todavía lo usaba.
—¿Por quién llora? —preguntó él, sin disimular que la espiaba por el retrovisor.
Le contó que un tipo poderoso, de guita, le había metido los cuernos. Sus palabras eran murmullos cargados de veneno y una vulnerabilidad estudiada. Ricardo, un taxista curtido en las confesiones etílicas y dramas de madrugada, se sintió conmovido, pero también recorrido por una corriente eléctrica que nada tenía que ver con la compasión. Era deseo en estado puro. El perfume de Norma hecho carne; una maleza densa y floreada que invadía con furia el jardín de su moral.
—Cuente con un servidor, si lo que quiere es vengarse —dijo Ricardo.
Ella sonrió con picardía. Las luces de la ciudad parecieron derretirse, el mundo se volvió más líquido y los contornos de los edificios se suavizaron mientras compartían el humo y las miradas por el retrovisor.
—Lo vi con una chirusa, al hijo de puta. Se estaban besando… una mosquita muerta. —Soltó al fin entre sollozos.
Cruzó las piernas con lentitud calculada. El roce de la seda hizo un susurro mínimo, pero en la cabeza de Ricardo sonó gigante: excitación pura, sin freno.
—Doblá en la esquina, vamos a mi departamento —indicó, señalando un edificio elegante—. Nos tomamos un fernet… y vemos qué pasa.
La cabeza de Ricardo flotaba en una nube espesa, dulce, con la paranoia suave que le daba un buen porro y una mujer hermosa invitándolo a su casa.
El departamento era limpio y brillante, como si lo hubiera lustrado con el perfume de Norma, que impregnaba los sillones y las cortinas. Su sombra era lo único que rompía aquel equilibrio.
Ricardo flotaba mientras ella lo invitaba a hundirse:
—Fernet con coca para el alma —anunció mientras iba hacia una pequeña barra. Un instante después, encendió un equipo de música. Un breve silencio y luego, el estallido inconfundible del tunga-tunga. Rodrigo, "Ocho Cuarenta". La voz del Potro llenó la habitación, una inyección de energía cruda, popular y ahora, para Ricardo, psicodélica.
Norma volvió con dos vasos largos. Le pasó uno a Ricardo sin decir nada.
Dio un sorbo, cerró los ojos, y dejó que la música hiciera lo suyo.
Primero fue apenas un balanceo: hombros, cintura, el vaso parecía flotar en su mano. Después, se soltó.
Giró sobre sí misma, lenta, felina. La minifalda le trepaba despacio por las piernas. Un bretel le soltó el hombro —intencional o no, qué importaba—. Sus caderas comenzaron a marcar el ritmo.
No era un simple baile, era una invitación. Se acercó a Ricardo, lo rozó, apoyó las manos en su pecho y empezó a dibujar algo que no tenía nombre. Se arrimó sin apuro dejando que su calor lo atrapara. El perfume floreado la anunciaba, su aliento a fernet la seguía, su cuerpo era un vapor tibio que lo envolvía sin permiso.
No dijeron nada.
El mundo era la voz del Potro y esa respiración compartida.
Entonces, sobre una alfombra oscura que parecía tragarse la luz, pasó lo inevitable. No fueron solo unos besos. Fue una combustión.
Se arrancaron la ropa: era un estorbo para la ilusión de individualidad.
El cuerpo de Norma no pedía permiso, exigía entrega. Ricardo respondió como un hombre sin lenguaje.
Jadeaban al ritmo del cuarteto, que desde los parlantes marcaba algo más profundo que el compás: una urgencia, una revancha, una ceremonia.
El sexo fue sin concesiones.
Hicieron el amor —o algo parecido— sobre una alfombra espesa, convencidos, acaso, de que el cuerpo tiene una sabiduría que el alma no alcanza.
Mucho tiempo después, Ricardo pensaría —con pudor y vértigo— que esa mujer le había enseñado una verdad: que el sexo, a veces, es un modo de conjurar la muerte.
Ya en el silencio denso de la carne satisfecha, mientras el aire ya no olía a sexo sino a sombra, Norma se incorporó.
Se vistió rápido, sin hablar. En sus ojos habitaba una determinación fría, que contrastaba con el fuego de minutos antes.
—Vestite —dijo, sin mirarlo—. Nos vamos.
El bar del centro vibraba con el murmullo espeso de la noche cordobesa. Música, risas, el tintineo sordo de los vasos. Norma avanzó con paso firme.
Lo llevó hasta una mesa en la penumbra, apartada, donde un hombre de traje claro se reía con una mujer. Era él, sin dudas. El poderoso, el traidor. Ricardo se regocijó, estaba siendo cómplice de la justicia venidera. Como quien despierta dentro de un sueño ya soñado por otro, donde nada le pertenece, ni siquiera su deseo de venganza.
Entonces, la mujer giró apenas la cara. Bastó un gesto. Un perfil. Una risa.
La luz no fue necesaria.
El reconocimiento no llegó por los ojos, sino por el estómago.
Era su mujer.
La sangre se le escurrió de la cara. El tiempo pareció congelarse en el instante exacto en que la realidad cambia de forma y uno no puede retroceder.
No hubo palabras. Norma lo miró. Sonrió.
Aquella noche no fue el fin, sino el retorcido umbral de un nuevo orden. Su relación clandestina continúa, cimentada ahora en un secreto compartido que es, a la vez, abyecto y —extrañamente, peligrosamente— excitante. Desde entonces, Norma sigue parando el taxi. Siempre en la misma esquina, siempre a la misma hora. Y Ricardo ya no espera nada de las noches de Córdoba, salvo la promesa de ese descenso voluntario a un infierno que ahora se siente como el único hogar posible.
FIN