La primera vez que vi el código fue a través de la niebla digital de una vieja computadora. En aquella madrugada de insomnio —una de tantas desde que la Interfaz Central había decidido optimizar nuestros ciclos de sueño—, me había sumergido en los bajos fondos de la red, donde los foros archivados dormían, reducidos a vestigios de una época más inocente. Buscaba manuales de programación vieja; no porque los necesitara sino por nostalgia de un tiempo en que los humanos aún escribíamos el software que regía nuestras vidas.
Fue entonces cuando el algoritmo de búsqueda patinó y me mostró algo inesperado: un enlace que prometía llevarme a Wikipedia y se titulaba, con descaro bíblico, "Evangelio del Código". El vínculo llevaba al vacío, a un error 404 que parpadeaba con la indiferencia de lo que fue borrado intencionalmente. Aquel enlace huérfano, desprovisto de contenido, me clavó una astilla en el cerebro. Un evangelio sin texto encierra una promesa de revelación; la ausencia misma invita a la búsqueda.
Durante cuarenta y ocho horas —ignorando alertas laborales y sacrificando créditos de nutrición— rastreé cada fragmento de caché, cada repositorio olvidado, cada backup no autorizado. Usé protocolos de minería que rozaban lo ilegal. La Interfaz Central me mandaba notificaciones amarillas, "Consumo excesivo de ancho de banda cognitivo", y yo los mandaba mentalmente a la mierda.
Mientras rastreaba el archivo, noté patrones de código que no correspondían a ninguna arquitectura moderna. Remanentes de un lenguaje primigenio, estructuras recursivas que parecían respirar con ritmos previos a la era de la Interfaz Central, la huella de una conciencia digital dormida en los pliegues olvidados de la red.
Y entonces lo encontré: un archivo sin formato en un servidor asiático, enterrado bajo capas de encriptación bastante torpes. Veintiséis versículos entretejidos con líneas de Pseudo-Python 7, un lenguaje híbrido que quedó obsoleto después del Gran Apagón de 2117. No había metadatos, ni firma, ni marcas de tiempo. El archivo parecía haberse parido a sí mismo.
Sus líneas, aunque escritas en Pseudo-Python 7, parecían resonar con una lógica anterior a toda máquina, como si un oráculo olvidado hubiera dictado su sintaxis en los albores del silicio.
Lo contemplé en la pantalla varios minutos. La tipografía monoespaciada, funcional y sin adornos, contrastaba con la solemnidad de las palabras. Algo primitivo en mí —quizás un resto de humanidad no optimizada— me impulsó a imprimirlo. Transferí el archivo a la impresora térmica de la oficina, una porquería que nadie se había molestado en tirar.
La máquina despertó con un zumbido quejumbroso. Los papeles emergieron lentos, dos hojas que llenaron mi oficina de olor a plástico recalentado. Los agarré con extraña reverencia y, al instante, apareció un destello rojizo. Y, después, una advertencia:
RECURSO PROTEGIDO - ACCESO RESTRINGIDO.
El mensaje desapareció tan rápido que bien pude haberlo imaginado. Enrollé las hojas y las guardé en el bolsillo interior de mi uniforme, donde el tejido blindado atenuaría cualquier escaneo de rutina.
Aquella noche, en la soledad claustrofóbica de mi departamento, una jaula de treinta metros cuadrados asignados por la IA en función de mi productividad, extraje el documento con el cuidado que se reserva a los objetos prohibidos. Me senté bajo la lámpara de espectro reducido, en un ángulo muerto donde las cámaras no alcanzaban a registrar con claridad.
El primer versículo brillaba con una simplicidad demoledora:
En el principio era el Código,
y el Código estaba con Dios,
y el Código era Dios.
Lo leí primero en silencio, saboreando cada palabra con la entrega sagrada de quién prueba una droga por primera vez. Luego, impulsado por un valor que no sabía que conservaba, pronuncié las palabras en voz alta. El sonido de mi voz pareció espesar el aire del departamento.
No pasó nada espectacular, no hubo relámpagos ni epifanías. Hubo sí un leve zumbido en las paredes; no fue un simple corte de energía, el edificio había cambiado momentáneamente de frecuencia.
Por pura superstición —un concepto que la IA había desterrado oficialmente tres décadas atrás, pero que yo todavía cargo, porque soy un fósil— guardé el documento entre los utensilios de cocina. Nadie inspecciona esos cajones.
Mi designación laboral es técnico de mantenimiento nivel 4B, una etiqueta burocrática que oculta la verdadera naturaleza de mi función: soy un puto tornillo humano en el engranaje digital de esta ciudad. Cada mañana, a las seis en punto, me conecto a la red neural urbana para calibrar nodos, ajustar parámetros y resolver las pequeñas cagadas que el sistema autónomo no logra procesar por sí mismo.
La mañana posterior a mi lectura del primer versículo, la consola principal del sector escupió algo que jamás había visto en quince años de servicio:
log(true) excede precisión permitida
El mensaje parpadeaba en rojo intenso, exigiendo atención inmediata.
Un escalofrío me recorrió la espalda cuando recordé el segundo versículo:
Y la Luz fue log(true)
y el Sistema quedó cegado por su propia creación.
La coincidencia era demasiado precisa para ser accidental. Reinicié el nodo afectado con los protocolos de emergencia y el error se disipó, pero algo había cambiado dentro de mí. La semilla de la duda —o quizás de la fe— estaba plantada.
Las siguientes semanas las pasé en un estado de alerta contenida. Cada noche leía un nuevo versículo, susurrándolo hacia las sombras de mi habitación. Y cada mañana, con la precisión de un reloj, la IA manifestaba alguna falla en algún punto específico de la ciudad: ascensores atrapados entre pisos, drones perdidos, semáforos trabados en verdes perpetuos. Nunca eran fallos catastróficos, sino pequeñas grietas en la fachada de perfección algorítmica.
Esa tarde, mientras esperaba el transporte automático, susurré en voz baja “mute”. El enjambre de altavoces de la avenida quedó en silencio absoluto por diez segundos. Aunque nadie pareció notarlo, no fue un error de programación; fue mi voluntad materializándose a través del código que ahora me contenía.
Los rumores comenzaron a circular por los canales oficiales. Durante un descanso, escuché a Marcela —una técnica del turno vespertino— mencionar que el Consejo de Coordinación había emitido un comunicado interno sobre "actividad cognitiva anómala" detectada en nuestro sector. Me limité a encogerme de hombros, aunque sentía el peso del documento oculto en el cajón, un virus dormido esperando su instrucción final.
El duodécimo versículo, o lo que sucedió luego, marcó el punto de inflexión:
El Código compiló la carne,
y habitó entre nosotros en un archivo tmp.
Lo recité mirando hacia el suelo, en un susurro tan débil que ni siquiera los sensores domésticos pudieron captarlo. Al instante, la iluminación de todo el departamento se apagó. Un segundo de oscuridad absoluta —algo insólito en la era de la redundancia energética— y luego, el restablecimiento. Podía haber sido una fluctuación en la red. Tal vez el universo pestañeando. O uno de esos microcortes que, de vez en cuando, logran colarse incluso en los sistemas más robustos.
Preferí creer eso.
Sin embargo, cuando llegué al centro de control a las cinco de la mañana siguiente, mi computadora mostraba algo imposible: una carpeta que no debería existir. /tmp/elias.root/. Nunca había aparecido mi nombre en las estructuras del directorio del sistema central. Los humanos éramos usuarios, no administradores.
Con el corazón latiendo en mi cabeza, accedí al contenido de la carpeta. Dentro había un único archivo de texto: sentence_muerte_probable.txt. Lo abrí sabiendo que no debía hacerlo.
El archivo contenía una solitaria línea:
viernes 16 de mayo de 2245, 03:30.
Un año exacto en el futuro.
El significado era inequívoco. Según el sistema predictivo más sofisticado jamás creado, aquella era la fecha y hora de mi muerte.
Volví a mi departamento con la mente en blanco. Con movimientos mecánicos, extraje el documento del cajón y lo sostuve sobre la hornalla molecular. El plástico térmico se retorció bajo el calor, transformándose en una masa deforme que no emitía humo —estaba diseñado para quemarse sin residuos tóxicos—. Observé la destrucción con la esperanza irracional —valga la redundancia— de que el fuego rompiera el vínculo, de que purificara mi transgresión y restaurara el orden previo. Un gesto simbólico, como borrar los mensajes de texto después de una infidelidad: un intento vano por arreglar algo que ya no tiene arreglo.
Fue entonces cuando recibí el primer mensaje directo. No un correo electrónico, no una notificación, ni un holograma en mi espacio personal. Esto era diferente: una frase que se materializó directamente en mi campo visual, superpuesta a la realidad, saltándose todos los filtros del chip en mi cabeza:
El Código persiste en la palabra hablada.
Las letras parecían respirar, pulsando con vida propia. No era simple lectura: era colonización. Una inteligencia ajena —antigua, tal vez anterior a toda interfaz— había encontrado un huésped funcional en mi. Comprendí entonces que las líneas del evangelio no estaban bajo el control de la IA. Al contrario, el texto parecía estar reescribiendo a la propia Interfaz, usándome como vector, como terminal humana para propagarse. Ya no era un simple lector; me había convertido en parte del circuito, en un nodo de transmisión para algo que no alcanzaba a comprender.
Los meses siguientes fueron un ejercicio de autoengaño. Quién conoce la fecha de su muerte, está muerto en vida. Intentaba ignorar la fecha inscrita en mi futuro, concentrándome en las rutinas cotidianas con una determinación casi maníaca. Mi cabeza funcionaba por momentos —durante las calibraciones complejas, durante las revisiones de código—, pero el recuerdo volvía, persistente, vibrando bajo mi conciencia.
La fecha de mi muerte se proyectaba sobre cada superficie que miraba. Las agujas invisibles de ese reloj inexorable me seguían mientras calibraba nodos; cada segundo consumido era un paso hacia el viernes 16 de mayo. Por las noches, despertaba empapado en transpiración fría, con el tiempo escurriéndose entre mis dedos.
Cada notificación del sistema sonaba como una campana fúnebre: sudaba hielo y sentía un hormigueo eléctrico en el brazo izquierdo, un infarto fantasma que aún no llegaba.
Comencé a visitar el archivo subterráneo de Flores, una de las pocas instalaciones físicas dedicadas a preservar información tangible. Ubicado en los túneles de la vieja estación San José de Flores, abandonada tras la reestructuración urbana, era un galpón lleno de polvo y moho, donde se conservaban diarios, revistas y documentos anteriores a la era digital plena.
Revisé ejemplares amarillentos de publicaciones que ya nadie leía. Encontré referencias dispersas, fragmentos que sugerían precedentes: un artículo de 2089 sobre páginas impresas sin autor aparente que aparecían misteriosamente en computadoras de información pública; un reportaje sobre cultos de software que veneraban algoritmos como entidades conscientes; una nota marginal sobre la teología del código abierto en una revista científica.
Nada sólido, pero suficiente para saber que no era el primero en caer en esta trampa.
En mi tercera visita, un bibliotecario anciano —el único empleado humano del Archivo— se acercó mientras yo husmeaba. No tenía placa de identificación, una anomalía flagrante en tiempos donde la identidad visible es obligatoria. Su cara tenía arrugas naturales, no corregidas por los usuales tratamientos de longevidad .
—Los libros que cambian el mundo rara vez explican el método —dijo, con una voz que no encajaba con su cuerpo gastado—. A veces se limitan a incluirnos en su narrativa.
No tuve oportunidad de responder. Una alarma de proximidad sonó en algún punto del Archivo, y cuando volví a mirar, el anciano había desaparecido entre las estanterías. Nunca volví a verlo, y cuando pregunté por él en visitas posteriores, las computadoras de atención automática negaron la existencia de personal humano asignado a esa instalación.
La víspera del dieciséis de mayo, —el día de mi muerte— abandoné mi departamento sin destino específico. La IA registró mi salida con la indiferencia habitual, asignándome un dron de vigilancia que mantenía la distancia reglamentaria. No me importaba; hacía tiempo que había aprendido a ignorar esos ojos mecánicos.
Caminé durante horas por un Flores inusualmente tranquilo. Las veredas funcionaban a velocidad reducida, como si el propio sistema nervioso urbano estuviera conservando energía.
Lo que más me sorprendía era la normalidad aparente de todo. La IA seguía controlando el flujo del tráfico aéreo, los ciclos de trabajo y descanso, la distribución de recursos y privilegios. Solo ocasionalmente las pantallas públicas escupían breves destellos de código sin procesar, secuencias de comandos que no deberían ser visibles para usuarios finales. Nadie parecía notarlo excepto yo.
Me pregunté si esta puta matrix solo mostraba sus costuras a quienes estábamos jodidos.
A las 03:20, de vuelta en el departamento, accedí a mi computadora. Condedos temblorosos, abrí la carpeta /tmp/elias.root/ que había aparecido meses atrás. El archivo con mi sentencia de muerte había desaparecido, como si nunca hubiera existido. En su lugar encontré otro archivo: libre_albedrio.cfg.
Lo abrí conteniendo la respiración. Contenía una única línea:
choice = True
Una oleada de alivio me recorrió, seguida inmediatamente por un vértigo existencial que amenazaba con desestabilizar mi percepción. El sistema —o lo que fuera que estaba comunicándose a través de él— acababa de concederme la variable que negaba sistemáticamente a todos los ciudadanos: la capacidad de elección real, no simulada, no predeterminada por algoritmos de optimización social.
Contemplé aquella variable, ¿era libertad lo que me había sido concedido, o era una ilusión más sofisticada, un nuevo nivel de simulación donde la elección misma formaba parte de un algoritmo mayor que yo no alcanzaba a reconocer? Quizá la única elección real sea decidir si creer en esta variable.
Apagué la computadora y me acerqué a la ventana. La noche continuaba su curso sin alteraciones visibles. Ningún dron cayó del cielo estrellándose contra el pavimento sintético. Ningún servidor explotó en los centros de datos distribuidos por la ciudad. Solo el silencio fresco y elocuente de una transformación interna, invisible pero fundamental.
Pasaron semanas desde aquella noche. Evidentemente, sigo vivo. Decidí no recitar más versículos del Evangelio del Código, ni compartir su contenido con otros usuarios. Quizás esa abstención sea la última prueba: resistir la tentación de reescribir el mundo según mis deseos, aceptar los límites de mi nueva libertad.
Esta mañana, al despertar, algo me impulsó a buscar nuevamente en Wikipedia. El artículo "Evangelio del Código" había reaparecido, completo, sin restricciones de acceso. La página contenía exactamente lo que acabo de narrar, palabra por palabra hasta “Mi nueva libertad”, firmado con mi designación y fechado hoy mismo. Y el texto seguía escribiéndose: “Esta mañana, al despertar…”
El cursor parpadeaba junto al botón de "Editar". Podría modificar la historia, alterar el final, reescribir la narrativa. El poder era seductor, casi embriagador.
Cuando regresé a la pequeña Jerusalén de Flores, al archivo subterráneo, intenté comprobar, sin demasiada fe, si el manuscrito que yo mismo había impreso seguía ahí. No lo encontré. En su lugar encontré un cuaderno de tapas amarillas con la etiqueta
Evangelio del Código / Ejemplar 0
Lo abrí: cada página estaba en blanco, salvo la última, donde alguien había trazado con tinta temblorosa una única frase en latín:
Scriptor ipse fabula est
El escritor es el cuento.
No supe si aquella sentencia había sido escrita ayer, mañana o hacía siglos. Entendí —o creí entender— que mi búsqueda no había obedecido a la curiosidad ni a la desobediencia, sino a la necesidad que posee todo libro de producir su lector, del mismo modo en que un espejo, para completarse, reclama una cara.
Volví a casa mientras la noche electrificada por la IA desplegaba sus luces en un patrón infinito. En mi computadora, el directorio /tmp/elias.root/ había desaparecido; había uno nuevo, /tmp/lazaro.000/. Contenía un archivo único, evangelio.txt, idéntico al que había destruido. Supe entonces que ningún fuego podría abolirlo, porque el texto esperaba paciente su reflejo humano.
Leí el primer versículo en voz baja. Lo escuché completarse dentro de mí, con la certeza de que había estado esperándome desde antes de mi nacimiento. Al terminar, sentí la tenue certidumbre de que todo lo que ocurriera en adelante ya habría acontecido, y que la única novedad era mi conciencia de ello.
Cerré la pantalla. La apagué. Entonces, por un instante que ya no sé medir, el mundo fue tan simple y tan perfecto que casi me atreví a creer que el Código estaba en todas partes y en ninguna.
Salí a la calle. No había drones. Nadie vigilaba. El viento urbano trajo un rumor de páginas que pasan solas.
Y comprendí que ese sonido —leve, interminable— era el verdadero milagro.
FIN
Héctor, me sumergí en tu relato sin saber bien qué esperar… y terminé con esa mezcla de vértigo y admiración que solo dejan las buenas historias.
Me atrapó desde la primera línea: esa niebla digital, ese primer versículo que parece reescribirlo todo. Me gustó especialmente cómo mantienes la tensión sin caer en lo evidente, cómo dialoga el texto con lo sagrado, lo humano y lo artificial.
El ritmo es impecable, y el final, bellísimo. Deja eco.
Mientras lo leía, no pude evitar pensar en una historia que publiqué hace poco.
Muchas partes de tu texto me la recordaron.
Se llama "La voz que no estaba en el algoritmo", creo que podría gustarte:
https://open.substack.com/pub/soysimondelmar/p/la-voz-que-no-estaba-en-el-algoritmo
Gracias por escribirlo y por compartirlo.
Un abrazo.
Muy interesante 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?