El final
Sangre, gloria y fantasmas
Dejo de luchar contra ella. Cierro los ojos y observo. Nada más.
J.R. Moehringer, Open
Abro los ojos y no sé dónde estoy, ni quién soy. No es algo tan excepcional. Llevo toda la vida sin saberlo. Aun así, esta vez me parece distinto. Esta confusión me da más miedo. Es más total.
Levanto la vista. Estoy tendido en un catre, en una tienda de campaña que huele a lona húmeda y a cuero de caballo. Ya me acuerdo. Esta es mi tienda, en el campamento a las afueras de Santiago. Hoy es cinco de abril de mil ochocientos dieciocho. Hoy debo pelear una batalla que decidirá si Chile será libre o volverá a ser español. Si todo lo que he hecho en los últimos tres años habrá servido para algo o habrá sido una pérdida absurda de vidas y tiempo. Cuento hasta tres, y a continuación inicio el largo y doloroso proceso de ponerme en pie. Suelto un gemido, me vuelvo hacia un lado, espero a que las úlceras que me queman el estómago se calmen lo suficiente como para intentar sentarme.
Soy un hombre relativamente joven. Tengo cuarenta años. Pero despierto como si tuviera setenta. Después de treinta años peleando guerras en dos continentes, cabalgando miles de leguas, durmiendo en el suelo o en incómodos catres, cruzando montañas que ningún ejército debería haber cruzado, mi cuerpo ya no me parece mi cuerpo, sobre todo por las mañanas. Por lo tanto, mi mente no me parece mi mente. Desde que abro los ojos, soy un desconocido para mí mismo, y aunque, insisto, no sea nada nuevo, por las mañanas la sensación resulta más pronunciada. Repaso brevemente los hechos básicos: me llamo José de San Martín. Mi esposa se llama Remedios de Escalada. Tenemos una hija, Mercedes, que tiene apenas un año y medio y a quien he visto menos de un mes en total desde que nació. Ellas viven en Buenos Aires. Yo estoy en Chile. Soy el General en Jefe del Ejército de los Andes. Peleo batallas para ganarme la vida, aunque odio la guerra, la detesto con una oscura y secreta pasión, y siempre la he detestado.
Cuando este último fragmento de mi identidad encaja en su lugar, me siento en el borde del catre y susurro: por favor, Dios, que acabe todo esto.
Y después: no estoy preparado para que acabe todo esto.
Afuera de mi tienda oigo movimiento. El campamento está despertando. Miles de hombres tosiendo, escupiendo, preparando mate en fogatas, limpiando sus mosquetes. Mi imperioso deseo de verlos, de asegurarme de que siguen ahí, de que no siguieron los pasos de los desertores de Cancha Rayada, me proporciona la motivación que necesito para levantarme, para pasar a la posición vertical. El dolor me pone de rodillas. El deber me pone en pie.
Me fijo en el reloj de bolsillo sobre la pequeña mesa junto a mi catre: las cinco y media de la mañana. Todavía está oscuro. Guido me dejó dormir hasta más tarde, lo cual me irrita porque significa que me considera débil, que piensa que necesito descanso extra, que me trata con la condescendencia reservada a ancianos e inválidos. Y lo que más me irrita es que tiene razón. La fatiga de estos últimos días ha sido severa. Desde Cancha Rayada, desde esa derrota humillante hace apenas dos semanas, he dormido quizás tres horas por noche. El resto del tiempo lo paso reorganizando tropas, escribiendo órdenes, tratando de reconstruir un ejército que fue destrozado en la oscuridad por un ataque que debí haber anticipado pero no anticipé.
Ahora, desde el centro de la fatiga, surge la primera oleada de dolor: me toco el estómago. Las úlceras. Me estruja el abdomen como si alguien estuviera retorciendo un cuchillo dentro de mí. No puedo recordar la última vez que comí algo sólido sin vomitarlo una hora después. A veces vomito sangre. Los médicos me han dicho que si no descanso, si no dejo de vivir a base de mate y láudano, moriré antes de cumplir cincuenta años. Les digo que si pierdo hoy en Maipú, no necesitaré llegar a cincuenta.
La primera oleada es fuego líquido. Me toco el abdomen. Tiene la misma rigidez leñosa de este catre. Es como si alguien hubiera volcado plomo derretido en mis entrañas durante la noche y ahora se estuviera solidificando. Si respiro hondo, el aire raspa; si me muevo, las articulaciones son bisagras oxidadas de una puerta que lleva siglos cerrada. ¿Cómo voy a montar a caballo si ni siquiera puedo enderezar la espalda sin ver las estrellas?
Nací con algo roto adentro. No sé si es el estómago, los intestinos, o simplemente mi constitución entera que rechaza la idea de estar en paz. Toda mi vida he tenido estos dolores, estos retorcijones que me doblan en dos sin aviso. Cuando añadimos a esto las fiebres recurrentes, probablemente fiebres tercianas contraída en las campañas del norte de España, y un reumatismo de aristas cortantes y vidrios molidos en las articulaciones, el resultado es que cada mañana necesito varios minutos simplemente para imponerle a mi cuerpo un funcionamiento de unidad coordinada. Y cuando finalmente lo logro, cuando logro pararme y vestirme y salir de esta tienda, el único remedio para seguir adelante es el láudano. Tintura de opio disuelta en vino. Me da un alivio tibio, borroso, que me permite montar a caballo y dar órdenes sin gritar de dolor. Pero también me deja la mente ligeramente nublada, como si estuviera viendo el mundo a través de un velo. Es un equilibrio delicado: suficiente láudano para funcionar, pero no tanto como para no poder pensar con claridad. Porque hoy necesito pensar con más claridad que nunca en mi vida.
Tomás Guido, mi primer edecán, asoma la cabeza en la tienda.
—Mi general, ¿se encuentra usted bien?
—Tan bien como puede esperarse, Tomás. ¿Alguna novedad durante la noche?
—Ninguna, mi general. Los vigías reportan que los realistas no se han movido. Siguen acampados a unas dos leguas al sur, en el camino de Talca.
—Bien. Que preparen mate. Y traiga usted el láudano.
Guido me mira con esa expresión que ha perfeccionado en los últimos meses, una mezcla de preocupación y resignación. Es joven, tiene veintiocho años, y a veces pienso que me ve como un padre que está destruyéndose a sí mismo y al que él no puede salvar. Pero asiente y desaparece.
Me pongo de pie con cuidado, como si estuviera hecho de cristal. Camino los tres pasos que separan mi catre de la palangana con agua. El agua está helada, porque estamos en otoño en Chile y las noches son frías. Me lavo la cara, el cuello. El shock del agua fría me despeja un poco. Me miro en un pequeño espejo colgado de uno de los postes de la tienda. Veo a un hombre con el pelo negro revuelto, patillas largas que empiezan a encanecer, ojos hundidos en ojeras profundas. Una cara completamente distinta de la que tenía cuando llegué a Buenos Aires desde España, hace ocho años. Pero también distinta de la que tenía hace dos semanas, antes de Cancha Rayada. Sea quien sea, ya no soy el joven teniente que peleó en Bailén, y tampoco soy el general victorioso que entró a Santiago después de Chacabuco. Soy algo intermedio, algo que todavía no termina de definirse. Veo en esos ojos hundidos al niño nacido en Yapeyú que nunca quiso ser soldado, al muchacho que fue enviado a España a los siete años y que pasó allí treinta años peleando guerras que no entendía completamente. Al hombre que finalmente desertó del ejército español, cruzó el Atlántico, y decidió que si iba a pelear guerras, al menos serían guerras en las que creyera. Y me pregunto qué vería ese niño si pudiera ver a este hombre canoso y enfermo que sigue peleando guerras y que sigue odiándolas. ¿Se sentiría orgulloso? ¿O pensaría que su vida entera ha sido un error, un malentendido que se prolongó demasiado?
La pregunta me fatiga y apenas son las cinco y cuarenta de la mañana.
Por favor, que acabe todo esto.
No estoy preparado para que acabe todo esto.
Guido regresa con un mate humeante y una pequeña botella café de láudano. Tomo el mate primero. Amargo, caliente, sin azúcar. Lo tomo en silencio, dejando que el calor y la amargura me despierten desde adentro. Uno, dos, tres, cuatro mates. Guido me ceba en silencio, con la práctica de alguien que ha hecho esto cientos de veces. Después del quinto mate, extiendo la mano y él me pasa la botella de láudano. Mido cuidadosamente: veinticinco gotas en una copa pequeña de vino. Mi dosis de la mañana, calculada después de años de experimentación. Bebo. El sabor es amargo, metálico. Espero. En cinco o diez minutos empezará a hacer efecto. El dolor se retirará a un segundo plano, todavía presente pero tolerable. Un invitado no deseado que acepta quedarse en silencio en una esquina.
Guido me ayuda a vestirme. Primero la camisa blanca de lino. Después, el pantalón azul oscuro del uniforme de Granadero. Las botas altas de cuero negro, gastadas y rayadas por tres años de uso constante. La casaca azul con vivos rojos, los botones dorados. La faja celeste y blanca en la cintura. Cada pieza tiene su lugar, su orden. Estos rituales me calman. En un mundo donde todo es caos e incertidumbre, donde miles de hombres van a morir hoy y no sé si yo seré uno de ellos, estos pequeños rituales me dan la ilusión de control.
Finalmente, el sable. Mi sable corvo, que diseñé hace años cuando creé el regimiento de Granaderos. Hoja curva, perfecta para cortar desde el caballo. Empuñadura envuelta en cuero desgastado. Este sable estuvo conmigo en San Lorenzo, en Chacabuco, en innumerables escaramuzas. Ha matado españoles. Me ha salvado la vida.
Lo saco de la vaina. Lo afilé anoche durante una hora, quizás más, pasando la piedra una y otra vez. Guido me dice que soy obsesivo. Tiene razón. Un sable mal afilado se traba en el hueso, y si se traba un segundo, ese segundo te mata. Reviso el filo con el pulgar: todavía perfecto.
Si voy a morir hoy, moriré con el sable que yo mismo preparé. Lo envaino y me lo ciño al costado. El peso familiar me reconforta.
—¿Está listo el desayuno? —pregunto a Guido.
—Sí, mi general. Un caldo de gallina y pan. El médico insiste en que debe usted comer algo antes de la batalla.
El médico puede insistir todo lo que quiera, pero mi estómago tiene otras ideas. Aun así, salgo de la tienda hacia el aire frío de la madrugada y camino hacia la tienda comedor donde me espera Las Heras.
Juan Gregorio Las Heras está sentado frente a un plato de caldo y pan, comiendo metódicamente. Me ve y se levanta de un salto, pero le hago un gesto para que vuelva a sentarse.
—Buenos días, Las Heras. ¿Cómo pasaron la noche las tropas?
—Bien, mi general. Algunos problemas menores con el forraje para los caballos, pero ya está resuelto. Los hombres están en buen ánimo.
Me siento frente a él y un asistente me sirve un plato de caldo. El olor me revuelve el estómago, pero me obligo a tomar una cucharada. Está caliente y salado. Logro tragar. Una segunda cucharada. Mi estómago protesta pero acepta. Una tercera. Esta es demasiado. Siento las náuseas subiendo. Dejo la cuchara.
—¿Se encuentra usted bien, mi general?
—Perfectamente, Las Heras. Continúe usted con su informe.
Las Heras es uno de mis mejores comandantes. Escrupuloso, confiable, imperturbable bajo presión. En Cancha Rayada, cuando todo se desmoronó en caos, él mantuvo su división relativamente intacta. Sin él, no habría quedado nada que reconstruir. Confío en Las Heras como no confío en casi nadie más. Pero incluso ahora, mirándolo comer su caldo con calma, me pregunto si está pensando que su general es un hombre acabado, un comandante que perdió su última batalla porque cometió errores básicos y que probablemente perderá esta también.
No puedo permitirme pensar así. Alejo esa idea de mi mente con la misma firmeza con que apartaría una serpiente de mi camino.
—El coronel Soler solicita permiso para hablar con usted antes de la batalla —dice Las Heras.
—Dígale que lo veré después de la inspección matutina.
Las Heras asiente y continúa con los detalles logísticos. Cuánta pólvora tenemos, cuántas balas de mosquete, cuántas balas de cañón, cuánto forraje. Números, siempre números. Un ejército es una máquina que devora recursos a una velocidad asombrosa. Cada soldado necesita comer, cada caballo necesita forraje, cada mosquete necesita pólvora y balas, cada cañón necesita ser arrastrado por mulas que necesitan ser alimentadas. Y si cualquiera de estos números falla, si nos quedamos sin pólvora o sin forraje o sin comida, no importa cuán valientes sean los hombres o cuán brillante sea el plan: perderemos.
Termino de escuchar a Las Heras y salgo al aire fresco. El sol ya va asomando al este, por detrás de las montañas. El cielo pasa del negro al azul profundo, y después al violeta. Es un amanecer hermoso, y odio que sea hermoso. Preferiría que fuera gris y lluvioso, algo acorde con mi estado de ánimo. Pero la naturaleza no consulta nuestros sentimientos.
Guido me trae mi caballo. Es un alazán fuerte, bien entrenado, que he montado durante los últimos seis meses. No tiene nombre. Nunca le pongo nombre a mis caballos porque he visto morir a demasiados y no quiero encariñarme. El caballo que monté en San Lorenzo, el que cayó sobre mí y casi me mata, murió por sus heridas dos días después de la batalla. El caballo que monté cruzando los Andes se despeñó en un paso estrecho y tuve que verlo rodar montaña abajo hasta desaparecer. Así que este caballo, este alazán sin nombre, es simplemente una herramienta. Una herramienta que me mantiene por encima del barro y me permite ver el campo de batalla desde una posición elevada.
Monto. El dolor en mi espalda y mis caderas protesta. El reumatismo. Pero el láudano está haciendo su trabajo y el dolor es tolerable. Guido monta su propio caballo y me sigue mientras cabalgamos hacia las líneas donde esperan los Granaderos.
Los Granaderos a Caballo. Mi creación. Los formé en Buenos Aires hace siete años cuando nadie creía que necesitáramos caballería de élite, cuando todo el mundo decía que los gauchos montados eran suficiente. Pasé un año entero entrenándolos, seleccionando personalmente a cada hombre, diseñando sus uniformes, sus armas, sus tácticas. Ahora son la mejor caballería de Sudamérica. Tal vez la mejor que he comandado en mi vida, incluyendo mis años en España. Pero también son mis hijos, de una manera extraña que no puedo explicar completamente. He visto morir a tantos de ellos. Y ellos no son como los caballos, ellos ya vienen con el nombre puesto. Veo sus caras en mis sueños. El sargento Cabral, que murió salvándome en San Lorenzo. El teniente Martínez, que cayó en Chacabuco con una bala en el pecho. El capitán González, cuyos gritos escuché en la oscuridad durante Cancha Rayada antes de que su voz se apagara para siempre.
Hoy más de ellos morirán. Sé esto con certeza absoluta. Y yo daré las órdenes que los matarán. Esta es la paradoja central de mi vida: amo a estos hombres y los envío a morir. Los entreno para que sean perfectos soldados y después los uso como piezas en un tablero de ajedrez. Y cuando mueren, los reemplazo con otros y continúo.
Me acerco a las filas. Los Granaderos están formados en perfecta línea, sus uniformes azules con vivos rojos impecables en la luz del amanecer, sus sables corvos colgando de sus costados, sus caballos quietos y bien entrenados. Me ven acercarme y se enderezan aún más, si eso es posible. Cabalgo lentamente frente a ellos, mirando sus caras. Algunos son veteranos que han estado conmigo desde San Lorenzo. Sus caras están endurecidas, curtidas por años de campaña, cicatrices visibles en mejillas y frente. Otros son reclutas más jóvenes, reemplazos de los que han caído, y en sus ojos veo una mezcla de miedo y determinación.
—Granaderos —digo, y mi voz suena más firme de lo que me siento—. Hoy pelearemos una batalla que decidirá el destino de Chile. Los realistas que enfrentamos son soldados profesionales, bien armados y bien comandados. Nos superan ligeramente en número. Pero nosotros tenemos algo que ellos no tienen. Nosotros sabemos por qué peleamos. Ellos pelean por un rey que está a miles de leguas. Nosotros peleamos por nuestra tierra, por nuestras familias, por la libertad de nuestros hijos. Esa diferencia es la que decidirá esta batalla.
He pronunciado versiones de este discurso cientos de veces. A veces lo creo. Otras veces me parece pura retórica, palabras vacías para convencer a hombres de que mueran por una causa que tal vez no entienden del todo. Pero los Granaderos me miran con fe absoluta. Creen cada palabra. Creen en mí. Esa fe es lo que más me inspira y lo que más me pesa.
Continúo cabalgando, inspecciono la infantería y después la artillería. Los cañones están listos, las bocas limpias, las pilas de balas de cañón bien ordenadas. Los artilleros me saludan, orgullosos de sus piezas, de su profesionalismo. He pasado semanas entrenándolos, enseñándoles a calcular distancias, a ajustar el ángulo de fuego, a operar como un solo cuerpo. Hoy esos entrenamientos serán puestos a prueba.
Cuando termino la inspección, el sol ya está completamente arriba. Deben ser las siete de la mañana. Regreso a mi tienda y me encuentro con O’Higgins esperándome.
Bernardo O’Higgins se levanta de su silla cuando me ve entrar. Su brazo derecho está todavía en cabestrillo, vendado del hombro hasta la muñeca. La herida que recibió en Cancha Rayada casi lo mata. Una bala de mosquete le destrozó el húmero. Los médicos quisieron amputarle el brazo pero él se negó. Ha pasado las últimas dos semanas en agonía, con fiebres recurrentes cuando la herida se infectaba, pero insiste en estar aquí hoy.
—Mi general —dice, con respeto formal y amistad genuina.
—Bernardo, debería usted estar en cama.
Me mira con esos ojos obstinados que conozco tan bien. Él es chileno, hijo ilegítimo de un virrey español, y ha dedicado su vida a liberar Chile del dominio español. Para él, esta batalla es personal de una manera que no lo es ni siquiera para mí. Si yo pierdo hoy, puedo retirarme a Buenos Aires, puedo intentar reconstruir mi reputación de algún modo. Pero si O’Higgins pierde, pierde su país.
—No puedo estar en cama cuando Chile se juega su futuro hoy —dice.
No discuto con él porque sé que es inútil. En cambio, extiendo mi mano y él la estrecha con su mano izquierda, la buena.
—¿Cómo está la herida?
—Dolorosa. Pero he conocido dolores peores.
Es mentira y los dos lo sabemos. Se lo dejo pasar.
—Hoy haremos lo que debimos hacer en Cancha Rayada —le digo—. Pelearemos en terreno de nuestra elección, a plena luz del día, sin sorpresas.
Él asiente. Cancha Rayada es la herida invisible que compartimos, y duele más que cualquier herida física. La vergüenza de haber sido sorprendidos, derrotados, dispersados como novatos…
—He estudiado el terreno de Maipú —dice O’Higgins—. Es perfecto para nuestra artillería. Si logramos emplazar los cañones correctamente, podemos destrozar sus formaciones antes de que se acerquen lo suficiente para usar sus mosquetes.
Asiento. Hemos tenido esta conversación varias veces en los últimos días, refinando el plan, anticipando problemas. Y siempre regresamos a la misma conclusión básica: esta será una batalla de desgaste, de voluntades. Ganará el lado que se niegue a rendirse por más tiempo.
O’Higgins se va para inspeccionar las tropas chilenas bajo su mando, y yo me quedo solo en mi tienda. Me siento en el borde de mi catre y, por primera vez en horas, permito que mi mente vaya donde ha querido ir toda la mañana.
Pienso en San Lorenzo.
Era febrero de mil ochocientos trece, hace cinco años, pero lo recuerdo con una claridad que me asusta. Mi primera batalla comandando a los Granaderos. Tropas españolas desembarcaban en el monasterio de San Lorenzo, saqueando, y recibí la orden de detenerlas. Formé a los Granaderos y cargamos. Recuerdo el sonido de los cascos de los caballos sobre la tierra, el grito de batalla que salió de mi garganta sin que lo pensara, la forma en que los españoles se volvieron y nos vieron venir y algunos empezaron a correr incluso antes de que chocáramos.
Y después recuerdo estar en el suelo, mi caballo herido encima de mí, atrapándome las piernas, y soldados españoles acercándose con sus sables levantados. Recuerdo pensar con una claridad extraña: así es como voy a morir, aplastado bajo mi propio caballo, en mi primera batalla, sin haber logrado nada. Y después Cabral y Baigorria estaban ahí, interponiéndose, y Cabral estaba recibiendo sablazos que llevaban mi nombre, y yo estaba gritándole que se apartara pero él no se apartaba, y después finalmente logré liberar mi pierna y levantarme y cuando miré hacia abajo Cabral estaba en el suelo sangrando de media docena de heridas.
Murió esa noche. Me tomó la mano antes de morir y dijo algo que no pude escuchar porque sus pulmones estaban llenos de sangre. Quisiera poder decir que dijo algo heroico, algo inspirador, pero no sé qué dijo.
Después, en mi carta a la Asamblea, escribí que sus últimas palabras fueron: “¡Viva la patria! ¡Muero contento, hemos batido al enemigo!” Palabras heroicas. Palabras que sus compañeros necesitaban escuchar. Palabras que yo necesitaba que hubiera dicho. Porque así funcionan las guerras: los hombres mueren ahogándose en sangre y los generales escribimos cartas diciendo que murieron gritando consignas patrióticas.
Ahí aprendí que puedes planear todo perfectamente, entrenar a tus hombres hasta que sean máquinas de pelear, y aun así las cosas salen mal de maneras que nunca imaginaste. Y cuando salen mal, hombres buenos mueren, y tú sigues vivo, y tienes que cargar con eso
Pienso en Bailén, en España, diez años atrás. Esa batalla donde un ejército español derrotó a los franceses de Napoleón contra todas las probabilidades. Yo tenía treinta años y era capitán del regimiento de Borbón. Recuerdo el calor brutal de julio en Andalucía, el polvo que te sofocaba, los hombres cayendo de insolación antes de que comenzara la batalla. Recuerdo cargar una y otra vez contra la infantería francesa, ver a mis hombres caer, retirarme, reorganizar, volver al ataque. La batalla duró días, no horas. Al final ganamos, pero cuando cabalgué por el campo de batalla, rodeado por los miles de cadáveres que se hinchaban bajo el sol, me pregunté qué habíamos ganado exactamente.
Pienso en Albuera, esa carnicería en mil ochocientos once. Llovía torrencialmente, el campo era barro hasta las rodillas, los mosquetes no disparaban porque la pólvora estaba mojada, así que al final fue sables y bayonetas, hombres matándose cuerpo a cuerpo en el barro y la lluvia. Sobreviví sin un rasguño pero vi morir a docenas de hombres a mi alrededor, y después de esa batalla algo cambió en mí. Me di cuenta de que ya no podía pelear por España, por un rey en el que no creía. Necesitaba que mi sufrimiento significara algo.
Pienso en Chacabuco, hace apenas catorce meses. Esa victoria perfecta, casi demasiado perfecta. La realidad obedeció fielmente a los dibujos en los mapas. Dividimos el ejército en dos columnas, atacamos desde direcciones diferentes, los realistas se desmoronaron, huyeron, y entramos triunfales a Santiago. La gente nos tiraba flores. O’Higgins lloraba de alegría. Por un momento, por un breve y glorioso momento, pensé que tal vez había terminado, que Chile estaba liberado y podía empezar a planear la expedición a Perú.
Pero después vino Cancha Rayada, hace dos semanas, y esa ilusión de control se hizo pedazos.
Todavía me despierto en la noche escuchando los gritos en la oscuridad. El ataque español llegó cerca de medianoche. Nuestros centinelas estaban medio dormidos o borrachos o simplemente eran unos incompetentes. De repente había mosquetes disparando desde todas direcciones, hombres gritando órdenes contradictorias, soldados corriendo sin saber hacia dónde. Intenté reunir a mis oficiales pero en la oscuridad era imposible saber quién era quién. Escuché la voz de O’Higgins gritando y después un disparo y después sus gritos cambiaron a aullidos de dolor. Intenté llegar hasta él pero había demasiado caos entre nosotros. Al final tuve que retirarme, huir en la oscuridad sin saber si mi ejército seguía existiendo o si había sido completamente destruido.
La mañana siguiente fue peor. Cuando finalmente logré reunir a los sobrevivientes, conté las bajas. Cientos de muertos y heridos. Armas y suministros abandonados por todas partes. Hombres llorando, otros simplemente mirando al vacío. Y en mi tienda, O’Higgins con su brazo destrozado, los médicos diciéndome que probablemente moriría de gangrena.
Esa fue mi lección de humildad. Después de Chacabuco, había empezado a creerme invencible, un genio militar que no podía ser derrotado. Cancha Rayada me enseñó que seguía siendo humano, que podía cometer errores, que podía perder.
Y hoy tengo que probar que Cancha Rayada fue la anomalía y Chacabuco fue la verdad. O al revés. No estoy seguro de cuál es cuál.
Guido entra a la tienda con más mate. Lo tomo en silencio. Debe ser cerca de las ocho de la mañana. El día avanza implacable hacia el momento en que tendré que montar mi caballo, cabalgar hacia el llano de Maipú y dar la orden de atacar.
Me permito un lujo que casi nunca me permito: pienso en mi familia.
Remedios y Mercedes están en Buenos Aires, a trescientas leguas de distancia. No las he visto en más de un año. Mercedes tenía seis meses cuando la vi por última vez. Ahora tiene un año y medio y probablemente no me reconocería si entrara por la puerta. Remedios me escribe cartas suplicándome que vuelva, que abandone todo esto, que piense en mi familia. Sus últimas cartas han sido cada vez más desesperadas. Me dice que Mercedes me necesita, que ella me necesita, que mi salud se está deteriorando y que si no regreso pronto será demasiado tarde.
Tiene razón, por supuesto. Mi salud se está deteriorando. Las úlceras empeoran cada mes. Las fiebres son más frecuentes. El reumatismo me hace gritar de dolor por las noches cuando nadie me escucha. Probablemente no me queden más de diez años de vida, si tengo suerte. Tal vez menos.
Pero no puedo volver. Todavía no. Perú sigue siendo español, y mientras Perú sea español, mientras Lima sea el centro del poder español en Sudamérica, nada de lo que hemos logrado está seguro. Buenos Aires, Chile, todo puede ser reconquistado. La única manera de asegurar la independencia es atacar el corazón: Lima. Y para atacar Lima necesito primero asegurar Chile. Y para asegurar Chile necesito ganar hoy en Maipú.
Así que aquí estoy, a trescientas leguas de mi esposa e hija, preparándome para una batalla que podría matarme, todo por un plan que tal vez tome años en completarse. Si es que alguna vez se completa.
A veces me pregunto si soy un héroe o simplemente un hombre obsesionado que ha sacrificado todo, incluyendo a su familia, por una idea abstracta, y quizás imposible, de libertad.
No tengo respuesta a esa pregunta.
Guido me informa que es hora de reunirme con mis comandantes para la última revisión del plan de batalla. Salgo de mi tienda hacia el sol de media mañana. El aire se ha calentado. Hace calor ahora, y hará más calor en el llano de Maipú donde no hay sombra.
En la tienda de reuniones, todos mis oficiales principales están esperando. Las Heras, Soler, Alvarado, Zapiola, Necochea. Hombres en los que he confiado mi vida docenas de veces. Hombres que han seguido mis órdenes incluso cuando la orden rozaba el delirio; el cruce de los Andes es prueba de esto.
Sobre la mesa hay un mapa del llano de Maipú. He dibujado con tiza las posiciones: nuestras tropas en azul, los realistas en rojo. Es un mapa simple pero representa horas de reconnaissance, de estudiar el terreno, de calcular distancias y ángulos de fuego.
Les explico el plan una vez más, aunque ya lo conocen. Pero lo repito porque quiero que no haya ninguna confusión, ninguna ambigüedad. Cuando empiece la batalla, cuando el humo de la pólvora lo cubra todo y los gritos de los heridos llenen el aire, quiero que cada comandante sepa exactamente qué debe hacer.
La artillería abre fuego primero, para desorganizar sus formaciones. Después la infantería avanza en línea cerrada, sostiene su posición, les impide acercarse. Los Granaderos están en reserva en el flanco derecho. Esperan mi orden. Cuando vea el momento correcto, cuando sus líneas estén comprometidas atacando nuestra infantería, los Granaderos cargan contra su flanco y los enrollan plegándolos sobre sí mismos hasta aplastarlos.
Es un plan simple. Los mejores planes son simples. Los planes complicados se desmoronan apenas empieza el combate.
—¿Preguntas? —digo.
Soler levanta la mano. Es mayor que yo, tiene casi cincuenta años, y es impaciente por naturaleza. Siempre quiere atacar más rápido, más agresivamente.
—Mi general, ¿y si los realistas no atacan? ¿Si se quedan en posición defensiva esperando que nosotros ataquemos primero?
Es una buena pregunta. He estado pensando en esa posibilidad durante días.
—Si no atacan después de dos horas de bombardeo de artillería, entonces nosotros atacamos. Pero atacarán. Osorio es agresivo. Está confiado después de Cancha Rayada. Querrá terminar esto rápido. Atacará.
Lo digo con más confianza de la que siento. La verdad es que no sé qué hará Osorio. No lo conozco personalmente. Solo sé lo que dicen de él: que es valiente, que es profesional, que es despiadado. Y que tiene órdenes de aplastar la rebelión en Chile y después marchar sobre Buenos Aires.
No hay más preguntas. Los comandantes salen a preparar sus unidades. Me quedo solo con el mapa, mirando esas líneas de tiza azul y roja, tratando de imaginar cómo se desarrollará la batalla.
Pero las batallas nunca se desarrollan como las imaginas. Siempre hay sorpresas, siempre hay cosas que salen mal. El secreto está en adaptarse más rápido que el enemigo, en reconocer el momento decisivo cuando llega y tener el coraje de hacer la apuesta correcta.
Bernardo me espera afuera. Está pálido. La fiebre de la infección le brilla en la frente. Su brazo derecho es un bulto de vendas, inútil contra el pecho.
Se mueve de un lado a otro, inquieto. Sabe que no podrá cargar como quisiera, que tendrá que quedarse atrás dando órdenes. Para un hombre como él, acostumbrado a la primera línea, es peor que la herida misma.
Veo en su cara todo lo que se calla. Si perdemos hoy, nos cuelgan a los dos. Si perdemos hoy, no hay mañana.
Me agarra el hombro con la mano izquierda —la única que le sirve—, aprieta fuerte.
—Destrózalos, José.
Asiento.
—Destrózalos.
Es cerca del mediodía cuando finalmente monto mi caballo para cabalgar hacia el campo de batalla. Mi cuerpo está rígido de estar sentado durante horas. El láudano empieza a perder efecto y el dolor vuelve. Pero no tengo tiempo para otra dosis.
El ejército está formado y listo. Cinco mil hombres, en líneas perfectas, sus mosquetes brillando bajo el sol de mediodía. Los cañones ya están en posición, los artilleros esperan la orden de abrir fuego. Los Granaderos en su flanco, los caballos inquietos, sintiendo la tensión.
Cabalgo lentamente frente a las líneas. Miles de ojos me siguen. Algunos de estos hombres morirán en las próximas horas. No sé cuáles. Podrían ser todos. Podría ser yo.
Llego a una pequeña elevación desde donde puedo ver todo el campo de batalla. A menos de media legua, distingo las líneas rojas del ejército realista. Son más de cinco mil también, tal vez cinco mil quinientos. Bien formados, profesionales. Veo sus banderas ondeando: la bandera de España, la cruz de Borgoña. Veo el brillo de sus mosquetes, el movimiento organizado de sus formaciones.
Miro a través del catalejo. Osorio ha formado a sus hombres en cuadros cerrados. Es una formación sólida, conservadora. Es la formación que yo hubiera elegido hace diez años.
Osorio es joven. Dicen que es agresivo, que busca el ascenso rápido. Veo el movimiento de su caballería hacia el flanco, apurando el paso, buscando el error antes de que empiece la partida. Me hace acordar a mí cuando era joven.
La diferencia más evidente entre Osorio y yo es física. Él tiene el cuerpo que yo tenía en Bailén. Es rápido, no le duele la espalda cuando monta, no necesita láudano para mantenerse derecho. Tendré que vencer a la versión más joven de mí mismo si quiero que esta versión vieja sobreviva un día más.
Y por un momento, por un extraño y desarraigado momento, me pregunto qué estarán pensando esos soldados españoles. Probablemente piensan que tienen razón, que están defendiendo el orden legítimo, que nosotros somos rebeldes y traidores. Probablemente tienen familias que los esperan en España o en Lima. Probablemente muchos de ellos no quieren estar aquí, de la misma manera que muchos de mis hombres no quieren estar aquí. Y sin embargo, todos estamos aquí, a punto de matarnos unos a otros por razones que cuando intentas explicarlas resultan más complicadas de lo que parecen cuando las reduces a gritos de batalla y banderas ondeando.
Pero no puedo permitirme ese tipo de pensamiento ahora. Ahora necesito ser el general, no el filósofo. Necesito ser el hombre que da órdenes y los hombres las obedecen y la batalla se gana o se pierde.
Por favor, Dios, que acabe todo esto.
No estoy listo para que acabe.
Me vuelvo hacia mis oficiales. O’Higgins está a mi derecha, su brazo herido todavía en cabestrillo pero sus ojos ardiendo con determinación. Las Heras está a mi izquierda, tranquilo como siempre, listo para ejecutar cualquier orden que dé. Guido está justo detrás de mí, esperando llevar mis órdenes a donde sean necesarias.
Miro una vez más el campo de batalla. El llano de Maipú. Tierra plana, sin árboles, perfecta para formaciones de línea y cargas de caballería. El sol está alto y hace calor. Los hombres estarán sedientos en una hora. Tendremos que rotar las líneas para que puedan beber agua.
Pero primero tenemos que sobrevivir las primeras cargas.
Veo movimiento en las líneas realistas. Se están preparando para avanzar. Osorio ha tomado su decisión. Atacará primero, tal como predije.
Un mensajero galopa hacia mí.
—Mi general, los realistas están avanzando.
—Ya lo veo.
Mi corazón está latiendo más rápido ahora. No de miedo, exactamente, sino de anticipación. Esta sensación la conozco. La he sentido docenas de veces antes de que comience una batalla. Es una mezcla de miedo, excitación, náusea y una extraña claridad mental donde todo parece moverse más lentamente y más rápido al mismo tiempo.
Doy la orden:
—Que la artillería abra fuego cuando los realistas lleguen a unas mil varas.
El mensajero galopa hacia las baterías de artillería. Espero. Los realistas avanzan en línea cerrada, miles de hombres moviéndose como un solo organismo. Sus tambores marcan el ritmo. Sus banderas ondean. Es una vista impresionante, aterradora.
Calculo mil doscientas Varas. Mil cien. Mil.
—¡FUEGO!
El rugido es ensordecedor. Ocho cañones disparando simultáneamente. Veo las llamaradas, después el humo, y después a través del humo veo las balas de cañón rebotando en las líneas realistas. Veo hombres cayendo, formaciones rompiéndose temporalmente antes de cerrarse de nuevo.
Los realistas continúan avanzando. Sus propios cañones responden. Ahora el aire está lleno del rugido de la artillería de ambos lados, el silbido de las balas de cañón pasando sobre nuestras cabezas, el olor acre de la pólvora quemándose.
Una bala de cañón golpea el suelo a diez varas de donde estoy. Rebota, pasa silbando cerca de mi caballo. El caballo se encabrita pero lo controlo. Guido me mira preocupado. No digo nada.
Los realistas llegan a quinientas varas. Cuatrocientas. Ahora están dentro del rango de mosquete. Nuestra infantería abre fuego. Miles de mosquetes disparando, el sonido como truenos prolongados. El campo se llena de humo blanco de la pólvora. Ya casi no puedo ver las líneas realistas a través del humo.
Pero sé que están ahí. Los oigo. Escucho sus gritos de batalla, escucho a sus oficiales gritando órdenes, escucho miles de pies marchando.
Y ya están sobre nosotros. Las líneas chocan. Ahora es bayonetas y sables, hombres gritando y maldiciendo y muriendo a un palmo de distancia. Veo a través del humo fragmentos de la batalla: un soldado nuestro con una bayoneta en el estómago, cayendo. Un soldado realista siendo golpeado en la cabeza con la culata de un mosquete. Un oficial tratando de reunir a sus hombres que se están dispersando.
Esta es la parte más brutal de cualquier batalla, cuando las líneas se mezclan y ya no hay estrategia, solo supervivencia. Cada hombre peleando por su vida, sin pensar en el gran plan o en la causa, solo tratando de matar al hombre frente a él antes de que ese hombre lo mate.
Necesito ver más claramente. Cabalgo hacia el flanco, tratando de encontrar un ángulo donde el humo no me ciegue del todo. Las Heras galopa a mi lado. Señala algo en el centro de la línea.
—¡Mi general! ¡El centro está cediendo!
Tiene razón. Puedo verlo ahora. Nuestra línea central se está doblando hacia atrás bajo la presión del ataque realista. Si se termina de romper, los realistas se derramarán a través del hueco y podrán atacar el resto de nuestras formaciones desde atrás. La batalla estará perdida.
—¡Mande usted a la reserva a reforzar el centro! —grito a Las Heras.
Él asiente y galopa hacia las unidades de reserva. Minutos después veo a esas tropas frescas corriendo hacia el centro, llenando los huecos, estabilizando la línea.
El ataque realista pierde impulso. Sus hombres están cansados, han estado peleando bajo el sol brutal, están sedientos y exhaustos. Nuestra línea se mantiene. No avanza, pero se mantiene.
Yo sé que esto es solo el comienzo. Los realistas harán otro intento, y después otro. Osorio no se rendirá fácilmente. Esto va a continuar durante horas.
Miro hacia donde están formados los Granaderos. Están inquietos, quieren entrar en batalla. Todavía no es el momento. Necesito mantenerlos en reserva hasta que vea la apertura correcta. Si los lanzo demasiado pronto, se desperdiciarán. Si espero demasiado, podría perder la oportunidad.
La guerra es cuestión de tempo. Igual que en la música y en la vida misma, supongo. Hacer la cosa correcta en el momento equivocado es casi tan malo como hacer la cosa equivocada.
Otro rugido de artillería. Más humo. Más gritos. Más hombres muriendo.
Y yo aquí sentado en mi caballo, dando órdenes, enviando hombres a morir, tratando de calcular probabilidades y ángulos, reduciendo el horror a un inocente juego de ajedrez y no vidas humanas terminando en agonía en el barro y la sangre.
El sol está bajando. Deben ser las tres, cuatro de la tarde. Hemos estado peleando durante horas. El campo está cubierto de cadáveres de ambos lados. Heridos arrastrándose o gritando pidiendo agua. El olor es atroz: pólvora, sangre, mierda, sudor.
Y después veo el momento.
El flanco izquierdo realista se ha extendido demasiado. Han tratado de envolvernos por ese lado pero se han extendido en el proceso. Su formación está desorganizada, hay huecos entre sus unidades.
Veo el momento. Es este.
—¡GRANADEROS! —grito, y mi voz suena ronca pero fuerte—. ¡PREPÁRENSE PARA CARGAR!
Los veo formar rápidamente. Líneas perfectas, sables desenvainados, caballos relinchando. Son hermosos en su profesionalismo brutal. Mi creación. Mi obra maestra.
Cabalgo hacia ellos. Mi lugar está con ellos en la carga. Sé que mis oficiales me suplican que me quede atrás, que soy demasiado valioso para arriesgarme, pero no puedo pedir a estos hombres que hagan algo que yo no esté dispuesto a hacer.
Desenvaino mi sable corvo. El peso familiar en mi mano. Me coloco al frente de la formación. Guido está a mi lado. Sigue pálido. Sigue determinado.
Miro a los Granaderos. Mi creación. Y ahora les pediré que carguen contra miles de hombres, porque ese es el trabajo para el que los entrené.
—Granaderos —les digo, y mi voz apenas se escucha sobre el rugido de la batalla—. Hoy escribimos historia. ¡A la carga!
Empujamos los caballos hacia adelante. Trote primero, ganando velocidad. Los cascos hacen temblar la tierra. Galope ahora, galope completo, cientos de caballos corriendo a la carga.
Veo las caras de los soldados realistas cuando nos ven venir. Veo el miedo. Algunos empiezan a correr incluso antes de que choquemos.
Y después estamos sobre ellos. El impacto es tremendo. Mi sable cortando, hombres cayendo, gritos y el relincho de los caballos y más humo y más sangre. Cortar, cortar, cortar. No pienso, solo reacciono, el entrenamiento de décadas tomando el control. Un soldado realista trata de dispararme, fajo mi sable hacia abajo y lo derribo del caballo. Otro viene desde un lado, Guido lo intercepta. Seguimos adelante, rompiendo su formación, enrollándola.
Y después, milagrosamente, estamos al otro lado. Hemos atravesado su línea. Me vuelvo, gritando órdenes para reorganizar y cargar de nuevo.
Pero no necesitamos cargar de nuevo. Los realistas se están rompiendo. Su línea se está desintegrando. Veo oficiales tratando de mantener el orden pero es inútil. El pánico se está extendiendo. Están empezando a huir.
Lo hemos logrado. Hemos ganado.
Pero no puedo celebrar todavía. Hay demasiado que hacer. Perseguir a los que huyen, capturar prisioneros, ayudar a los heridos, contar los muertos.
Cuando finalmente termina, cuando el sol está bajándose y el campo de batalla está en relativo silencio excepto por los gemidos de los heridos, bajo de mi caballo. Mis piernas apenas me sostienen. El dolor que había estado suprimiendo durante toda la batalla regresa con fuerza brutal. Las úlceras están sangrando, puedo sentir la sangre tibia en mi ropa interior. El reumatismo hace que cada articulación grite. Estoy exhausto más allá de lo que puedo expresar.
Todas esas vidas. Todo ese sufrimiento. Por un puñado de tierra y una idea abstracta de libertad.
¿Valió la pena?
No sé. Honestamente no sé. Pregúntame en diez años, en veinte años, cuando veamos qué se construye sobre los cimientos que hemos puesto con tanta sangre. Por ahora, solo sé que lo hicimos. Ganamos. Y mañana tendré que empezar a planear cómo usar esta victoria para finalmente atacar Perú.
Porque todavía no ha terminado. Nunca termina. Esa es la maldición de la guerra: siempre hay otra batalla, otro enemigo, otra causa por la que pelear.
Camino entre los heridos, tratando de decir algo consolador a cada uno, pero ¿qué puedes decir a un hombre que acaba de perder una pierna o que está muriendo de una herida de bayoneta en el estómago? “Gracias por su sacrificio” suena vacío. “Su herida no fue en vano” es una mentira que los dos sabemos que es mentira. Al final solo tomo sus manos y me quedo en silencio con ellos, porque a veces el silencio es más honesto que cualquier palabra.
Cuando el sol finalmente se pone completamente, me siento en el suelo junto a mi tienda. No puedo caminar hasta el catre. Las piernas simplemente se niegan. Me siento en la tierra, con la espalda apoyada contra un poste de la tienda, y me quedo ahí.
Un médico se acerca corriendo.
—Mi general, está usted herido.
—No. Solo cansado.
—Pero tiene usted sangre...
—No es mía. O tal vez sí. Ya no sé.
Me revisa de todas formas. Encuentra un corte superficial en el brazo que ni siquiera sentí durante la batalla. Lo venda. Después me ofrece láudano pero sacudo la cabeza. No quiero adormecerme todavía. Necesito sentir esto, todo esto, aunque duela.
O’Higgins se sienta a mi lado. También él está al límite del colapso. Su brazo herido cuelga inútil, probablemente ha vuelto a sangrar durante la batalla. Nos quedamos sentados en silencio, hombro con hombro, mirando el campo donde miles de hombres yacen muertos o heridos.
—José —dice finalmente—. Lo logramos.
Asiento, pero no puedo hablar.
—¿En qué piensa usted?
—En todos ellos —digo, señalando vagamente hacia el campo de batalla—. En todos los que no volverán a casa.
—Murieron libres.
—¿Lo hicieron? ¿O simplemente murieron?
No responde. Tal vez no hay respuesta.
Un oficial me trae el recuento final de bajas. Leo los números pero no los proceso realmente. Son solo números. Detrás de cada número hay un hombre que esta mañana despertó esperando sobrevivir el día, y no lo hizo. Cada número es una madre que va a llorar, una esposa que va a quedarse viuda, hijos que van a crecer sin padre.
Firmo algunos documentos que el oficial me pone delante. Órdenes para el tratamiento de prisioneros, instrucciones para los entierros, reportes para enviar a Buenos Aires. Mi mano escribe pero mi mente está en otro lugar.
O’Higgins finalmente se levanta, apoyándose pesadamente en mi hombro para impulsarse. Me aprieta el hombro una vez, y después se aleja cojeando hacia su tienda.
Me quedo solo.
El campamento se va calmando gradualmente. Los gritos de los heridos continúan, pero más espaciados. Las fogatas se encienden una por una. Los hombres cocinan lo que pueden, comparten mate, hablan en voz baja. Celebran su victoria de la única manera que los soldados saben celebrar: estando agradecidos de seguir vivos.
Guido aparece con un plato de algo, pero lo rechazo. Me trae mate en cambio, y eso sí lo acepto. Me siento con la calabaza entre las manos, sintiendo el calor, tomando sorbo tras sorbo en silencio.
Y finalmente dejo que mi mente vaya a donde lleva todo el día queriendo ir. Ya no puedo impedírselo. Ha estado tirando de mí desde que abrí los ojos esta mañana, tratando de llevarme al pasado, y yo he estado resistiendo porque necesitaba mantener mi mente en el presente, en la batalla, en las decisiones que tenía que tomar. Pero ahora la batalla terminó, y ya no tengo excusas.
Dejo de resistir.
Y todo viene de golpe, con la violencia de un dique explotando: cada batalla, cada decisión que envió hombres a morir, cada carta de Remedios suplicándome que vuelva, cada dosis de láudano para seguir funcionando. Yapeyú, España, San Lorenzo, Cabral muriendo en mi lugar, Mercedes naciendo mientras cruzaba los Andes. Todo.
Como si un segundo sol, sobre mi cabeza, iluminara los momentos más oscuros de mis últimos veinticinco años, todo pasa por mi mente en un remolino que me arrastra hacia abajo.
La gente me pregunta a menudo cómo es la vida de quienes nos dedicamos a la guerra, y yo nunca sé cómo describirla. Pero esa palabra es la que más se acerca: más que cualquier otra cosa, es un remolino doloroso, necesario, espantoso, glorioso. Llega a ejercer, incluso, una fuerza gravitacional contra la que llevo décadas luchando, que me succiona hacia su centro oscuro donde todas las muertes que he causado esperan para juzgarme. Ahora, sentado en la tierra manchada con la sangre de hombres cuyos nombres nunca conoceré, con las manos todavía temblando de la adrenalina de la batalla y a la espera de que mi cuerpo finalmente se rinda completamente, hago lo único que puedo hacer.
Dejo de luchar contra ella.
Acepto que esto es lo que soy: un soldado que odia la guerra pero no puede dejar de pelearla. Un hombre que sacrificó su salud, su familia, su paz, por una idea de libertad que tal vez nunca vea completamente realizada. Un general que envía hombres a morir y después tiene que vivir con sus fantasmas.
Acepto el remolino. Acepto todo lo que he hecho y todo lo que me ha hecho.
Cierro los ojos.
Y observo la oscuridad detrás de mis párpados, donde todas las batallas siguen peleándose, donde todos los muertos siguen muriendo, donde la guerra nunca termina realmente.
Nada más.
FIN.

