Primero fue el silencio.
No un silencio común, de esos que nacen de la ausencia de sonido, sino uno que devoraba incluso el recuerdo de haber escuchado algo alguna vez. Los ecos de sus propios pensamientos se extinguieron como llamas bajo el agua.
Después, la luz comenzó a comportarse de manera incorrecta. Los colores se deslizaban fuera de los objetos como un pigmento diluido. Las sombras se alargaban en direcciones imposibles, algunas apuntando hacia arriba, otras doblándose sobre sí mismas como si el espacio hubiera olvidado sus propias reglas.
Supieron entonces que había llegado.
Se movieron como una sola mente repartida en varios cuerpos, sincronizados por un miedo que no necesitaba palabras. Descendieron por fracturas en el suelo que parecían haber estado esperándolos, grietas que se abrían como heridas recientes en la piel del mundo.
El refugio era un espacio negado a la lógica: paredes que parecían respirar, superficies que se sentían húmedas al tacto pero dejaban las manos secas, rincones donde la oscuridad era tan espesa que parecía tener su propio peso. Pero sabían que, dondequiera que estén, no era un verdadero escondite. Nada podía ocultarse de aquello.
Entre ellos, el objeto pasaba de mano en mano en una rotación acordada sin palabras. Nadie podía sostenerlo demasiado tiempo. No porque estuviera caliente o frío, ni porque fuera pesado en el sentido físico. Era su presencia mental lo que resultaba insoportable, como si al tocarlo uno sintiera todas las voces de los que lo habían sostenido antes, todos sus miedos y anhelos superpuestos en una sola nota disonante que resonaba directamente en el centro del pensamiento.
Afuera, la realidad se deshacía.
No era una entidad que se moviera a través del mundo; era el vacío mismo, una ausencia que obligaba al mundo a plegarse alrededor de sí. Donde posaba su atención, si es que un concepto tan simple como "atención" podía aplicársele, las leyes naturales se volvían sugerencias. La materia olvidaba su propósito. El tiempo se fragmentaba en segmentos desconectados que se repetían o se adelantaban sin orden.
Podían sentir cómo se acercaba, no con pasos sino con discontinuidades. Cada parpadeo de la existencia lo traía más cerca. No los perseguía; simplemente eliminaba las distancias entre ellos y su presencia.
El que sostenía ahora el objeto se estremeció. Los demás lo sintieron a través del vínculo invisible que los unía. El objeto estaba respondiendo a la proximidad de la entidad, vibrando con un pulso similar a la anticipación.
—Tal vez —susurró uno, rompiendo el pacto de silencio—, tal vez sea hora de usarlo.
El horror ante la sugerencia fue unánime. No era miedo lo que sentían, sino la certeza instintiva de que algunas líneas, una vez cruzadas, transforman al que las atraviesa en algo irreconocible incluso para sí mismo.
La entidad estaba ahora tan cerca que podían percibir su naturaleza. No era malvada en el sentido que ellos podían comprender. Era simplemente incompatible con la existencia tal como la conocían. Como un concepto matemático que, al ser probado, demostraba que todas las demás ecuaciones eran falsas.
El objeto palpitaba ahora con una urgencia que nublaba la razón. Quien lo sostenía sentía cómo se hundía no en su carne, sino en la estructura misma de su ser, como si buscara anclarse en algo más profundo que los huesos.
Fue entonces cuando lo comprendieron.
El objeto nunca había sido un arma ni un escudo. Era un anzuelo.
Y ellos eran la carnada.
Cuando el vacío finalmente atravesó las paredes de su refugio, no lo hizo con violencia sino con una suave negación de su solidez. La materia simplemente aceptó que nunca había sido real.
El portador del objeto se puso de pie. Los demás sintieron su decisión antes de verla manifestada: iba a ofrecerse, a sacrificarse para que los demás pudieran escapar. Un acto noble, pensó. Un final digno.
Extendió el objeto hacia el vacío pulsante que avanzaba hacia ellos, esperando que lo tomara y se marchara.
Pero en ese instante, el objeto reveló su verdadera naturaleza. No era un anzuelo para atraer al vacío. Era un espejo.
Un espejo diseñado para reflejar no la luz, sino la esencia.
Y lo que reflejó no fue al vacío, sino a ellos mismos.
En ese reflejo imposible, vieron la verdad de la que huían: no existía ninguna entidad persiguiéndolos. Lo que habían percibido como una presencia externa, una corrupción ajena a la realidad, era simplemente la manifestación de su propia naturaleza olvidada.
Ellos eran el vacío. Siempre lo habían sido.
Su existencia era la anomalía que distorsionaba la realidad. Cada lugar que habían visitado, cada refugio que habían profanado con su presencia, se había deteriorado no por la persecución de algo externo, sino por su mera existencia.
El objeto no era un arma contra el vacío; era un recordatorio de lo que eran, una llave que abría la verdad que habían encerrado en lo más profundo de sí mismos.
Mientras esta revelación se derramaba sobre ellos, sus formas comenzaron a desvanecerse. No murieron. Simplemente aceptaron que nunca habían existido como creían. El terror dio paso a una resignación cósmica mientras su falsa individualidad se disolvía, reabsorbida por el vacío primordial del que habían emergido.
Lo último que quedó fue el objeto, brillando con luz propia sobre el suelo de un mundo que ahora podía sanar, liberado de la contradicción andante que ellos habían representado; esperando al próximo grupo de fragmentos inconscientes que, olvidando su verdadera naturaleza, se convencerían de ser algo separado del vacío, algo perseguido, algo amenazado.
Algo que necesitaba esconderse de su propia esencia.
Fin.