El año pasado empecé a escribir una novela en la que los otros homínidos no se extinguieron. La idea me gustaba en mi cabeza, pero la historia se caía a pedazos cada vez que me sentaba a escribirla.
Me obsesioné tanto explicando cómo funcionaba el aparato que me olvidé de preguntarme qué pasaría si existiera de verdad.
Esta semana intenté retomar esa historia pero con otro enfoque. En vez de enfocarme en las explicaciones, me concentré en las consecuencias humanas. ¿El homo sapiens sapiens sería el que domine? ¿Cómo serían las formas de gobierno?
Ahí entendí algo fundamental: los mejores elementos fantásticos no son los que tienen las explicaciones más elaboradas, sino los que generan preguntas genuinas sobre sus consecuencias.
No necesitas un manual de quinientas páginas sobre cómo funciona tu tecnología ficticia. Necesitas que sea lo suficientemente coherente para que el lector pueda especular sobre ella y, mucho más importante, disfrutar.
Yo lo conocía como entorno, pero ahora está de moda decirle worldbuilding. Así que lo voy a llamar así.
La diferencia entre worldbuilding exhibicionista y worldbuilding funcional es que el primero te muestra lo inteligente que sos como escritor y el segundo sumerge al lector en tu mundo sin que se dé cuenta.
Lo que queremos como escritores es lo segundo.
Fijate en los mejores elementos fantásticos de la literatura. La alomancia de Sanderson no te explica la física de por qué quemar metales te da fuerza sobrehumana. Pero las reglas son tan claras que podés especular sobre qué significa vivir en una sociedad donde los nobles tienen superpoderes y los skaa no. El ansible de Card no explica cómo funciona la comunicación instantánea, pero entendemos lo suficiente para seguir las consecuencias morales de una guerra dirigida por niños.
El secreto está en darle al lector suficiente información para que pueda hacer preguntas interesantes, pero no tanta como para que deje de preguntarse.
Cuando introducís un elemento fantástico, tenés que especular: ¿qué preguntas va a hacer la gente? ¿Qué intentarían hacer en esta situación? ¿Cómo harían el mal? ¿Qué problemas nuevos crearía?
En mi historia de los homínidos, las preguntas interesantes no eran técnicas sino humanas: ¿el homo sapiens consideraría humanos a los otros? ¿Existiría la esclavitud? ¿Cómo se llamarían entre ellos? ¿existirían trabajos diferenciados por especie?
Esas preguntas me llevaron a una historia mucho más interesante que cualquier explicación sobre genética.
Imaginate que inventás un mundo donde la gente puede ver los sueños de otros. No necesitás explicar la neurociencia ficticia detrás de eso. Pero sí necesitas pensar: ¿existiría la privacidad? ¿Cómo serían las relaciones románticas? ¿Habría leyes sobre ver sueños sin consentimiento? ¿Se convertiría en una forma de entretenimiento? ¿Podrían usarlo para resolver crímenes?
El elemento fantástico funciona cuando genera un dominó de consecuencias lógicas que exploran algún aspecto de la naturaleza humana.
Prestá atención, porque lo que viene es importante.
Escribir es como ser carpintero. Podés tener la sierra más cara del mundo, pero si no sabés qué carajo estás construyendo, vas a terminar con un montón de madera cortada y ningún lugar donde sentarte.
Si el entorno es tu herramienta, la historia es tu casa. Y si empezás por la herramienta en lugar de por los planos, vas a terminar con algo que se ve genial en Instagram pero se cae a pedazos cuando llueve.
Los mejores elementos fantásticos son los que dan miedo no porque sean monstruosos, sino porque son demasiado humanos. Hacen que el lector se pregunte: ¿Y si esto fuera real? ¿Y si fuera yo?
Cuando lográs eso, cuando tu lector cierra el libro y sigue pensando en tu mundo, sabés que hiciste tu trabajo. El resto es solo ruido.
Me ha encantado!!!
Qué buena explicación, demonios!
Me animas a sacar la novela que tengo en cajón y seguir con ella 💪🏻💪🏻
Muchas gracias por leer