La metamorfosis
Hay una ironía particular en la forma en que los adultos, esas criaturas que tanto se enorgullecen de su pragmatismo, pierden toda noción de prudencia ante la promesa de una comida gratuita. Julieta observaba a sus padres con una mezcla de vergüenza y terror que solo los hijos conocen cuando presencian la degradación moral de quienes se supone deben protegerlos.
Era la segunda vez en una hora que les suplicaba que abandonaran aquel circo; la primera había sido ante el túnel custodiado por una estatua de piedra que parecía burlarse de su padre y su obsesión por encontrar atajos hacia su casa nueva en Tartagal.
El comedor —porque llamarlo restaurante sería un eufemismo cruel— olía a humedad y abandono, pero tenía algo siniestro. Parecía estar abandonado de manera apresurada. Los platos humeaban con perfecta obscenidad: alguien acababa de irse, dejando el vapor aún merodeando sobre la comida que despedía un aroma dulzón y extraño. La voracidad con la que sus padres se abalanzaron sobre los manjares habría avergonzado a los animales. La misma determinación ciega los había empujado a explorar edificios de geometría imposible, a atravesar aquel túnel a pie, a abandonar el auto igual que se abandona el último vestigio de civilización.
Julieta recordó a su padre explicándole cómo usar los cubiertos en un restaurante, la servilleta en el regazo, la espalda recta. Ahora lo veía sorber la comida, con la cara hundida en el plato, emitiendo un gruñido bajo y satisfecho. No había nada noble en esa libertad. Era un descenso rápido, eficiente. Una caída.
—¡Vámonos! —les rogaba Julieta, pero sus palabras se perdían en el sonido húmedo y repetitivo de la masticación. Una membrana invisible palpitaba entre ella y sus progenitores, una barrera que volvía inútil cualquier intento de contacto. La misma barrera que había sentido cuando su madre apretaba los labios en esa expresión de enojo contenido mientras su padre insistía en esa obstinación peculiarmente masculina que confunde la terquedad con el arrojo.
Ellos comían, y comían, y comían… Tenían la misma determinación ciega que Julieta se imaginaba que tenían tanto los condenados a muerte como los satisfechos.
Entonces Julieta notó dos cosas que poblarían sus noches de pesadillas. La primera: las tinieblas se derramaban sobre el circo en una viscosidad espesa, adhiriéndose a cada superficie, devorando los últimos vestigios de luz con una voracidad que rivalizaba con la de sus padres. La segunda fue peor. La piel de sus padres se arrugaba, adquiriendo la textura de un pergamino viejo y grasiento.
Un escalofrío no provocado por el frío le erizó la piel de los brazos. El aire no solo era espeso; se sentía carnívoro.
Sus caras —las caras que habían sido su refugio durante diez años, que la habían consolado durante la mudanza a Tartagal y las despedidas— se ensanchaban de manera grotesca. Los ojos se hundían en pliegues de grasa rosada. Entonces llegó el olor.
Ese olor agrio que emanaba de sus poros le provocó una arcada. Se llevó una mano temblorosa a la boca, luchando por no vomitar, mientras de las gargantas de los que habían sido sus padres emergían sonidos que ya no pertenecían al reino de lo humano.
Quiso correr. Sus piernas, sin embargo, no respondían, convertidas en dos pilares de plomo. Abrió la boca para gritar, pero solo un siseo de aire escapó, inútil.
La metamorfosis, porque no hay otra palabra más precisa para describir aquella abominación, se completó en una lentitud calculada, mientras la oscuridad se infiltraba por cada grieta de la realidad, conquistando territorio igual que un ejército que conoce de antemano la derrota del enemigo. El aire tenía esa misma cualidad espesa que había notado al cruzar aquel maldito túnel: estaba cargado de intenciones y un perfume metálico que se adhería a la garganta. Sus padres habían desaparecido, y en su lugar quedaban dos cerdos gordos y satisfechos, ajenos por completo a la niña que lloraba detrás de ellos.
La facilidad con la que se habían transformado aterraba más que la transformación misma: los seres humanos pueden ser reducidos a su esencia más primitiva sin resistencia alguna. Los padres de Julieta no habían luchado contra la metamorfosis; la habían abrazado con el entusiasmo de quien finalmente encuentra su verdadera naturaleza. Esa misma facilidad que los había llevado a decidir que aquel túnel era la entrada a un circo abandonado, que aquellos edificios de arquitectura imposible eran decorado, que aquella comida sin dueño era un regalo del destino. Y quizás —esta es la parte que más aterrorizaba a la niña, aunque aún no pudiera articularla— quizás siempre habían sido cerdos, y el hechizo no había sido la transformación, sino los años anteriores de fingida humanidad.
En el silencio que siguió, mientras los cerdos continuaban comiendo con la misma voracidad obscena, la noche exhalaba desde cada rincón del comedor un aliento de tierra húmeda: el mundo mismo había decidido suspirar y no volver a inhalar jamás. Julieta comprendió que se encontraba sola. Y en esa soledad, más espesa que la niebla que comenzaba a envolver el recinto, residía un terror más profundo que cualquier monstruo que pudiera acecharla en las sombras. Porque la oscuridad no había llegado, se había quitado la máscara que había estado usando todo el día.