La Sombra
La cosa más aterradora es aceptarse a sí mismo por completo.
Carl Gustav Jung
En Salta nadie parecía estar vivo del todo. Mendoza arrastraba su vida entre un caos de ruidos y descomposición, grietas y papeles viejos que cubrían el suelo como costras secas, supurantes. Las luces latían con un ritmo cansino. Botellas vacías y bolsas de plástico se apilaban en cada rincón. La gente reptaba con los hombros hundidos, sin saludar ni mirar alrededor, como cucarachas vencidas por el veneno. El aire apestaba a grasa frita y humo de autos; cada paso era un arrastre, el suelo parecía devorarlos despacio.
Mendoza, un hombre común, invisible para todos, se movía entre ellos. Jamás destacaba, nunca decía su nombre y, si lo decía, nadie lo recordaba. Sus ojos, apagados, esquivaban el mundo. Empujaba su cuerpo encorvado, protegiéndose de algo que le carcomía el alma. Un impulso primario lo obligaba a huir de una vergüenza innombrable.
Una noche, en el cuarto de la pensión mugrienta en la que vivía, un ardor le quemó el estómago. En la penumbra, bajo el resplandor crudo de un foco, vio su panza: abultada, tensa, con un brillo plástico, sin pliegues ni grasa. No parecía indigestión. Era algo distinto, ajeno.
La bronca contenida le cerró la garganta. Quería gritar mil cosas, pero no sabía a quién. O quizás no se animaba. El malestar era tan fuerte que pensó en golpear la pared hasta sangrar. Pero se contuvo. No tenía fiebre. No había comido nada raro. Al tocarse, sintió la piel tensa, algo dentro se inflaba sin parar. Quiso eructar, pero no salió nada. Con un resoplido, se dejó caer en el colchón.
Mientras el malestar lo retorcía, una imagen lo asaltó: el sol de la siesta en la plaza, el vestido liviano de ella flotando al pasar, una trenza suelta, su sonrisa con la inocencia propia de su edad. A él la mano le temblaba, escondida en el bolsillo, mientras un ardor sofocante le subía desde la entrepierna. Sacudió la cabeza, intentando borrar la imagen. Eso no, pensó. Eso nunca.
Cada día, su panza crecía más y más. Al principio, lo ignoró. ¿Para qué prestarle atención, si el resto del mundo se pudría en su propia miseria? Su vida, tan opaca que un problema más o menos no cambiaba nada. La suciedad de Salta se le metía en los poros. Nadie se preocupaba por nadie; cada uno cargaba su cruz. A la mañana siguiente, fue a la fábrica y se sentó en su puesto sin abrir la boca. El calor ahí adentro lo ahogaba. Ventiladores rotos, metal ardiente. Su remera empapada delineaba la curva grotesca de la panza. Transpiraba un líquido agrio que se le metía en la tela y no salía ni con lavandina.
El supervisor, siempre con el cigarrillo colgando del labio inferior y los lentes sucios de grasa, le gritó con voz rasposa y amarga, parecía odiar cada minuto que pasaba en ese lugar.
—¡Mendoza, qué mierda te pasa, estás embarazado? ¡Mové el culo, que estamos hasta las manos, carajo!
Lo miró un instante, se mordió la lengua y siguió remachando piezas de metal. No contestó. Nunca contestaba. Sabía que si abría la boca, la rabia se le desbordaría. Y no estaba dispuesto a exponerse. En ese mundo, o te callabas o te escupían a la cara.
Al segundo día, la panza se había convertido en un globo grotesco. Saltaba a la vista, incluso por debajo de la ropa. Un par de compañeros, mugrientos y con olor a aceite industrial, se burlaron:
—¿Qué te pasa? ¿Te comiste un changuito?
Esa vez contestó con un gruñido seco, casi animal. Algo caliente, un panal de avispas, le revolvía las entrañas.
—Tal vez se tragó sus pecados —bromeó otro, con una sonora carcajada.
De camino a casa, se detuvo bajo un farol roto. Cerró los ojos y lo asaltó el recuerdo del tío Enrique, años atrás, en la penumbra de la siesta.
—Vení, changuito, vamos a dormir la siesta —decía con voz ronca, tarareando Zamba de mi esperanza mientras lo llevaba de la mano al cuarto. Cuando se acostaban, sus manos ásperas le rozaban el pelo, y la melodía se le metía en los huesos como un secreto turbio que no entendía. La imagen se deshizo como ceniza. Ahora solo quedaba esto: la panza que lo devoraba, el deseo que lo envenenaba.
Esa misma tarde, superado por el malestar y la hinchazón visible, sintió que tenía que hacer algo. La luz verde de la cruz de la farmacia parpadeaba sobre la vereda rota. Empujó la puerta de vidrio. El aire olía a desinfectante barato. Detrás del mostrador, un hombre con guardapolvo sucio miraba un partido en el celular. Se acercó, sin levantar la vista de las baldosas sucias del piso. Se apretó disimuladamente la panza, que tironeaba bajo la camisa.
—Disculpe… —murmuró.
El farmacéutico lo miró de reojo, con fastidio apenas contenido.
—¿Sí?
—Necesito algo… para… —Mendoza tragó saliva—. Es una hinchazón, acá. —Se tocó la panza—. Muy fuerte. No se va con nada. Algo duro se me traba adentro. Duele.
El hombre suspiró, apartando la vista del celular con esfuerzo.
—Deben ser gases. O comió algo pesado. Tómese esto. —Se agachó y sacó una caja de antiácidos del mostrador. La dejó caer sobre el vidrio—. Le va a ayudar con la digestión, si es eso. Dos después de cada comida.
Mendoza miró la caja. Sabía que no eran gases. Esto era otra cosa.
—Pero es que me siento raro. No es como otras veces…
—Mire, señor —lo cortó el farmacéutico, ya volviendo su atención a la pantalla—, yo no soy médico. Si está tan mal, vaya a la guardia del hospital. Esto es lo que hay acá. ¿Lo lleva o no?
Sin medicamento ni diagnóstico, caminó hasta la pensión con pasos cortos, la panza convulsionando. En la penumbra de calles sucias, se movía como una sombra. Se cruzó con un borracho vomitando en la vereda, vio a una mujer forcejear con un policía y siguió sin intervenir, sin mirar a nadie. Él también estaba demasiado roto por dentro, y cada vez más inflado por fuera.
Tirado en su sucio colchón, no lograba dormir. Las grietas del techo, como venas rotas, lo acechaban. Su corazón latía dentro de la panza. Una obsesión sucia, inconfesable, lo inflaba desde adentro. Un deseo turbio que le generaba placer y culpa al mismo tiempo. Las imágenes venían solas, insistentes, sin pedir permiso. No podía evitar que lo estremecieran. Ni siquiera él mismo podía justificarlas.
Cerró los ojos y apretó los puños. Quería arrancarse ese deseo que lo consumía. Se negaba. Antes muerto, pensó, con lágrimas atrapadas en la garganta. Un calor denso le subió desde la panza hasta la boca. Un retorcijón casi le arranca un grito. Se tapó la boca con la mano. Antes de que pudiera reaccionar, una punzada lo atravesó justo debajo de las costillas, ¿su estómago se desgarraba por dentro?
Así se quedó: inmóvil, transpirando, sin parpadear, mirar otra cosa podía romperlo, mientras la noche avanzaba cargada de ruidos lejanos: sirenas, peleas, lamentos que resonaban en la calle. Intentó dormirse, pero ni eso lograba. Esperó el amanecer, con la panza palpitando con una pulsión propia.
En la oscuridad, escuchó el susurro de alguien respirando en su oído. Giró aterrado, pero estaba solo. Tocó la panza, que debajo de la piel ardía con algo palpitante, ajeno por completo.
La noche siguiente —o quizás fue la otra, los días empezaban a fundirse en una misma agonía—, Mendoza yacía inmóvil sobre el colchón manchado. Controlaba la respiración intentando frenar lo que se movía adentro. Cerró los ojos, concentrándose en la masa que se hinchaba.
Ya no era solo la tensión. Ahora había sonidos. Si contenía el aire y prestaba atención, lo escuchaba: un chapoteo espeso, como si algo nadara dentro de él. Un pulso desacompasado, ajeno, recitando sus deseos.
Pasó una mano sobre la superficie abultada. La piel ardía, firme, con un brillo antinatural. Siguió con el dedo el relieve de una vena que antes no estaba ahí, gruesa y azulada. El olor rancio de la habitación, mezclado con el aire viciado, se le pegaba a la garganta, más nauseabundo que nunca.
Esto no parecía una enfermedad. No era comida en mal estado. Era otra cosa. Una presencia ajena que se removía en sus entrañas, caliente y viva. La certeza lo golpeó con la fuerza de una náusea: estaba siendo ocupado. Ya no estaba solo dentro de su propio cuerpo.
Al séptimo día notó el primer movimiento.
Tirado en la cama, miraba las manchas de humedad en el techo, figuras retorcidas que parecían caras deformes o animales aplastados. Un dolor insoportable le cruzó la espalda. La panza se agitó de golpe. No fue un retorcijón, fue un impacto seco, directo, una respuesta violenta desde adentro.
Se quedó helado, con los ojos muy abiertos. La respiración se le cortó. Otro golpe. La piel se onduló, tensa, dejando ver el contorno de algo con garras bajo la superficie. No era un feto pateando, no había ternura ni promesa. Solo furia.
Con los dedos trémulos tanteó la tensión viva bajo la piel. Algo quería abrirse paso. El miedo le atenazó la garganta.
—No puede ser —murmuró—. No es posible.
Una protuberancia empujó bajo la piel. Una mano pequeña, y luego se desvaneció, tragada de nuevo por sus entrañas. Se levantó de un salto, jadeando. El movimiento le arrancó un gemido. Se arrastró al baño de la pensión, dejando un rastro húmedo y pegajoso por el pasillo. En el espejo roto vio su reflejo: cara amarillenta, ojos hundidos, una panza hinchada que desbordaba su camisa sucia.
Ya no había dudas. Algo dentro de él vivía.
Esa tarde, con pasos pesados, salió a la calle. Necesitaba aire, escapar de ese cuarto que se achicaba y lo asfixiaba.
En la puerta de la pensión dudó. Creyó escuchar pasos detrás. Se giró: pasillo vacío, luces de tubo parpadeando. El zumbido eléctrico imitaba un corazón descompuesto. Cerró la puerta de golpe y, sólo entonces, se atrevió a bajar al infierno de la calle, vomitando contra las paredes en arcadas violentas.
Se sentó en un banco del parque San Martín, un espacio muerto, donde ni el sol parecía querer quedarse. Los árboles ennegrecidos por el hollín se alzaban como columnas quemadas. Unos viejos jugaban a las cartas en silencio. Dos pendejos pasaron insultándose a los gritos, uno perseguía al otro con un palo en la mano. Una vieja arrastraba a un perro flaco, con costras agusanadas, que husmeaba la basura sin apuro.
Fue entonces cuando escuchó una voz dentro de su cabeza. No era su voz, tampoco su conciencia. Sonaba más oscura, más antigua, con la nitidez de un altavoz incrustado en el cerebro.
—Ya es hora —dijo la voz. Un susurro afilado, como metal rozando hueso, tarareando Zamba de mi esperanza.
Levantó la mirada, desorientado. Los transeúntes seguían en sus problemas, la vieja del perro se alejó. La voz venía de adentro, vibrante y real.
—Los guardaste tanto tiempo. Tengo que salir.
Sacudió la cabeza y se frotó los ojos. La voz seguía ahí, agazapada en su mente o en su panza inflada.
Un dolor agudo lo dobló. Se agarró la panza, conteniendo un grito. La piel cedía, inflada al límite, al borde de explotar.
—Ya no me contengo.
—Callate —murmuró Mendoza, con los dientes apretados—. Vos no existís. Es mi cabeza. Es esta enfermedad.
Otra mujer que pasaba cerca lo miró con recelo, apretando su cartera contra el pecho. Él le devolvió una mirada vidriosa. La transpiración le corría como agua sucia bajo la camisa.
—Sabés lo que quiero, ¿no? —seguía diciendo la voz—. Quiero lo que pensás cuando estás solo. Quiero eso que te quema por dentro.
Se incorporó bruscamente. El pánico lo arrancó del letargo.
¿Cómo podía saber de ella? Nadie sabía. Nadie. Ni siquiera ella misma.
—No sos real —grito en un susurro desesperado, golpeándose la frente con fuerza—. Yo no le hice nada a nadie. Nunca le hice nada.
Tropezó al caminar, huyendo de sus propios pensamientos. La voz lo perseguía, más nítida.
—Sé lo que fantaseás con ella. Con todas ellas.
La voz lo acorralaba, susurrando la plaza
Recordó fugazmente aquella tarde en la plaza. Ella había pasado frente a él sin notarlo. Él había bajado la mirada. Ese recuerdo lo asfixiaba con culpa, como una mano invisible cerrándole la garganta.
—¡BASTA! —gritó, en plena calle.
La gente lo esquivó, como oliendo su tormento. Un hombre de traje lo puteó al pasar. Una madre apuró el paso, cubriéndole los ojos al hijo mientras lo miraba con asco y miedo. A él no le importó. Dentro suyo, algo avanzaba rompiéndolo todo. El dolor lo destrozaba. Algo en su panza rasgaba tejidos y desplazaba órganos abriéndose paso.
Llegó a la vieja estación de trenes, el rincón más pestilente de Salta. El olor a meo y basura le quemó la nariz. Las paredes, cubiertas de amenazas violentas y símbolos satánicos, lo rodeaban. Se desplomó en un rincón, jadeando igual que un perro apaleado.
La voz no se callaba.
–Te vi en la plaza, Mendoza. Te temblaban las manos. Y te odiabas después.
Lloró en silencio, con lágrimas que quemaban.
–No puedo más –dijo en voz alta–. Que salga lo que tenga que salir. Me rindo.
Algo adentro se revolvió con brutalidad. Eso había estado esperando una señal, un permiso final. La panza le latía con furia monstruosa. El dolor era tan feroz que lo anestesiaba.
Su piel se abrió con un chasquido húmedo. Un líquido negro y viscoso, con olor a culpa, le corrió por las piernas. Miró y vio una cabeza asomando por su vientre: su propia cara, pero deformada. Los ojos, completamente negros, reflejaban aquella plaza bajo el sol de la tarde. La boca, enorme, desfigurada por dientes que no parecían humanos. La piel era gris, cruzada por venas gruesas que latían con el mismo pulso que antes había sentido en su cuerpo.
El ser emergió por completo: un homúnculo retorcido, de extremidades largas y huesudas, con garras en vez de dedos. Al principio parecía del tamaño de un niño, pero fue creciendo, estirándose como un globo de sombra, hasta alcanzar casi su misma altura.
Quedó inmóvil, hipnotizado por el horror de ver a esa versión grotesca de sí mismo.
—¿Quién... qué sos? —balbuceó.
La criatura le sonrió. Su voz era la misma que había escuchado dentro de su cabeza.
–Ya sabés quién soy.
El ser se estiró, tronándose los huesos. Luego se inclinó sobre Mendoza, que yacía tirado en el suelo, con la panza abierta y vacía igual que una bolsa rota.
–Ahora soy libre, y vos te vas a morir.
Intentó alargar un brazo para frenarlo, pero no tenía fuerzas. La criatura le dedicó una sonrisa que mostró todos sus dientes afilados y se deslizó entre la mugre de Salta. Mientras se alejaba, su forma cambió: el gris mutó a piel humana, las garras se recogieron en dedos, la cara se suavizó.
Bajo la luz mortecina de un farol, Mendoza vio cómo se convertía en él mismo, una copia exacta del hombre que ahora dejaba atrás, reducido a una cáscara vacía. Solo los ojos, completamente negros, delataban su origen.
Se quedó acurrucado entre la basura, con la vida escapándose por su panza. No sentía dolor, solo un alivio hueco, vasto como el cielo nocturno sobre Salta. El frío de la basura contra su piel era una caricia distante. Por primera vez en mucho tiempo, estaba liviano.
Esa misma tarde, bajo el sol de la siesta que bañaba la plaza, la criatura idéntica a Mendoza rastreó con los ojos negros hasta dar con una niña que caminaba sola, el vestido flotando al viento. Tarareando Zamba de mi esperanza, sacó un chupetín del bolsillo y lo desenvolvió con dedos lentos, mientras la observaba con una sonrisa torcida.
La gente que paseaba por la plaza sintió un frío al mirarla, pero nadie dijo nada.
FIN
Brutal. Al menos se ahorró los problemas de criarlo, no?