El paraje Marca Borrada es uno de esos lugares que Dios olvidó borrar del mapa después de crear el infierno. Un puñado de ranchos de ladrillos sin revocar y techos de chapa que se cocinan bajo un sol que no perdona. Acá el polvo no se posa, flota, permanente, eterno, agarrándose a los pulmones con la tenacidad de un amante celoso.
A unos metros del Pilcomayo se encuentra el Fogón de la Amistad “Martín Valente”. Un boliche con olor a coca, vino y asado. Las moscas zumban, transmitiendo secretos, suicidándose ocasionalmente en los vasos de chicha que los hombres toman para olvidar que respiran. En el Fogón, el carnaval despierta sombras que no mueren con el alba.
Es acá donde Domingo y Rafael Paz pasaban sus tardes. Hermanos de sangre pero no de espíritu. La genética les había dado un metro sesenta, el mismo tono marrón y los mismos ojos achinados, pero ahí terminaban las similitudes.
La piel quemada de Domingo, el mayor, era cuero curtido al sol. Llevaba el sol tatuado en las marcas de su cara y manos donde el trabajo había inscrito un arduo mapa. Cada día viajaba dos horas de ida y dos horas de vuelta en su Honda Wave a Pocitos, para hombrear bolsas por la quebrada. No hablaba mucho. Las palabras salían de su boca con la parsimonia de quién paga por cada una de ellas. En un rincón de su rancho, bajo una tabla rota que el polvo reclamaba como suya, yacía un revólver oxidado, herencia de un padre que pagó sus deudas con balas. Domingo lo había olvidado, enterrado, un diente podrido y supurando en la memoria, pero al rozarlo con los dedos, el metal susurró un destino que Marca Borrada impone a los hombres.
Rafael era otra historia. El menor bailaba con la vida, en la certeza de la música infinita. Afinaba una guitarra hecha pelota, vendía zambas por tragos de aguardiente y sonreía con la picardía que hacía que las mujeres pensaran en cosas que nunca confesarían en la iglesia.
Clara se metió entre ellos, un cuchillo ahondando una herida ya infectada.
Clara, con su pelo negro retinto que capturaba la luz y la hacía suya. Clara, con esos ojos negros que prometían oasis en medio del desierto. Clara, hija de un remisero que había muerto en una pelea de borrachos en una fiesta, destino común en el monte chaqueño, y de una madre que el Pilcomayo se había llevado en una crecida, dejando un rancho donde el polvo susurra promesas que nadie cumple.
No fue amor a primera vista. Fue algo peor. Fue una necesidad, esa sed desesperada, luego de tres días sin agua. Domingo la cortejaba dejando flores robadas del cementerio en su ventana. Rosas rojas, la sangre misma que él sentía agitarse cuando ella pasaba. Rafael le cantaba zambas, y en su voz convivían la dulzura oscura del arrope con el ardor de aguardiente puro. Ella respondía con silencios, pero no todos los silencios eran iguales. Para Domingo, sus silencios eran muros. Para Rafael, eran puertas.
La balanza se inclinó el último sábado del carnaval. El tipo de fiesta donde el alcohol fluye más que la conversación y las miradas duraban un segundo más de lo decente. Clara y Rafael bailaron bajo la mirada diabólica de un farol. Parecían títeres de un amo sin luz, y su pollera volaba en giros que cortaban la noche. Cuando Rafael le susurró algo al oído —unas palabras que el viento se llevó, pero que dejaron en sus ojos el ardor de las brasas—, ella apoyó la cabeza en su hombro, un gesto pequeño pero definitivo.
Domingo observaba, tragando aguardiente en el que paladeaba, lenta, la sustancia de la traición. En su mente, la risa de Clara con Rafael se mezclaba con un recuerdo punzante: aquella vez, años atrás, cuando un amigo de confianza le había robado a Relámpago, un caballo que era para él un hijo; alardeando ante todo el parador su afrenta a los Paz, mientras se lo llevaba. Domingo le dio un escarmiento que ni el monte ni el parador olvidaron, pero el dolor seguía vivo. Ahora, bajo ese poste, Rafael le robaba algo más preciado, y Clara lo permitía. El vaso tembló en su mano hasta salpicar.
Esa noche, en su rancho, apiló leña con la gravedad de quien prepara un funeral. Se colocó una soga al hombro —el tipo de soga que se usa para ganado, pero que sirve igual de bien para los hombres— y antes de que el sol se animara a asomarse, agarró la Honda Wave que había reemplazado a Relámpago tras haber ajusticiado al ladrón.
Domingo siguió al río tras el rastro de Rafael, masticando polvo seco y su propia rabia. Bajo los algarrobos encorvados, sus pensamientos trazaban espirales retorcidas: imágenes de la sonrisa de Clara bajo el farol, la mano de Rafael en su cintura, el eco de una zamba que nunca cantaría para él. Todo lo que quiero me lo arrancan, murmuró, apretando la soga contra el pecho, su macabro rosario. El Pilcomayo brillaba adelante, y con él, la silueta de Rafael, ajeno al lazo que ya cortaba el aire en la mente de su hermano.
Aquel domingo de chaya, Rafael amaneció ignorante, silbando una vidala que había compuesto para Clara, con olor a albahaca en las manos y el rostro enharinado de la fiesta. Era el día del entierro del diablo, cuando las coplas lloran la quema del muñeco y el carnaval muere en brasas. La melodía lo habitaba con la insistencia de un parásito musical. Enlazó su guitarra a la espalda y se dirigió hacia la ribera, donde las piedras rompían la luz del sol en destellos.
No esperaba encontrarse con Domingo sentado sobre un tronco caído, la soga formando un lazo perfecto entre sus manos callosas. No hubo saludo. No hubo advertencia. No hubo últimas palabras. Solo el latigazo súbito del lazo al cortar el aire.
El nudo apretó alrededor del cuello de Rafael con la precisión de un verdugo. Forcejeó, por supuesto. Todo ser vivo lucha por respirar un segundo más. La arena caliente de la ribera se pegó al cuerpo, formando una segunda piel de desesperación. Su guitarra se rompió contra una piedra, el ruido de la madera quebrada fue un grito agudo en el silencio del río.
Un golpe certero, uno de ésos practicados mil veces cuatrereando, dejó a Rafael sin aliento. La cuerda se tensó hasta que la canción se apagó para siempre, junto con la luz en sus ojos.
Cuando Domingo volvió al pueblo, el sol se escondía, furtivo, testigo cobarde. Llevaba la mirada vacía. La soga colgaba de su cinturón, enroscada. Una víbora satisfecha después de comer.
Clara lo supo cuando lo vio llegar solo. Las mujeres siempre saben. Cayó de rodillas en medio de la calle polvorienta, soltando un grito que nació del alma desgarrándose. En su pecho, una verdad era una brasa ardiente: si no hubiera bailado con Rafael, si no hubiera dejado que sus ojos prometieran lo que su corazón no podía cumplir, tal vez ambos seguirían respirando. Pero el polvo no devuelve lo que se lleva.
Nadie se animó a consolarla. Nadie se acercó a Domingo. Lo observaron alejarse hacia la escuela abandonada, un esqueleto de concreto que se alza en la vera de camino, ruina y monumento a la vez de los tiempos mejores que Marca Borrada nunca conoció.
Cuando la noche extendió su manto negro, un disparo rompió el silencio —nadie supo de dónde sacó el arma— y el eco rebotó en los peñascos con un lamento profundo, surgido de la tierra misma.
A la mañana siguiente, el pueblo descubrió dos cadáveres: Domingo en la escuela abandonada derramado entre los escombros de un futuro que tampoco existió para él. Y Rafael con el collar obsceno del lazo marcando su cuello, bailando con el Pilcomayo su última chaya.
Clara pasó días enteros junto a la verja oxidada del cementerio, arrancando flores marchitas para cubrir las tumbas frescas. Sus ojos, antes prometedores de agua, ahora secos como el cauce mismo del río en agosto. Nunca más habló con nadie. Su voz, y las vidas de los hermanos Paz, tuvieron el mismo fin: evaporarse en el calor despiadado de Marca Borrada.
En el Fogón de la Amistad, una vieja con dedos consumidos por el tiempo, susurra que el Pilcomayo no suelta a los que mueren con deudas en el alma. “Los atrapa”, dice, señalando el río con un ojo lechoso. Los hombres ríen, pero sus risas huecas tiemblan ante la ribera.
Los arrieros juran que en las noches sin luna, un alma en pena rasguea una guitarra sin cuerdas cerca del río, donde el carnaval reinó, perseguida eternamente por un hombre oscuro con una soga al hombro. Quien lo ha visto asegura que el polvo se vuelve frío, un roce helado que anuncia la muerte, y la soledad aplasta con el peso del cielo negro que cubre Marca Borrada, un lugar que ni el infierno reclamaría.